El Gobierno central, pese a sus vaivenes, intenta predicar con el ejemplo. Ha reducido el déficit un 20% y embridado la deuda. No es suficiente para la causa de la estabilidad financiera. Queda que autonomías y ayuntamientos, remolones, hagan lo propio a fondo. Lo que ocurre estos días en Cataluña resulta paradigmático de lo que puede suceder aquí pasadas las urnas. Fue concluir las elecciones catalanas del pasado noviembre y el nuevo Ejecutivo de la Generalitat descubrió un agujero mucho mayor del que admitían sus predecesores. Las cuentas oficiales, como las de Grecia o Portugal, eran mentira. La consecuencia: un tijeretazo al gasto de una crudeza sin parangón. Al menos hay que reconocerles la valentía de ser los primeros en hacerlo. ¿Que no habrá escondido debajo de las alfombras del resto de comunidades españolas?

La magnitud del ajuste draconiano que ha emprendido Mas asusta porque el destrozo a cubrir tiene proporciones descomunales. Cuando las barbas de tu vecino veas pelar... La Generalitat va a despedir a mil trabajadores de sus 253 empresas y es probable que cierre un centenar de ellas. Ha rebajado, por primera vez, un 10% su presupuesto y recortado un 6% los sueldos de los funcionarios. Hay tantas obras pendientes de liquidar que las anualidades comprometidas llegan al 2041, un exceso derivado de alambicada ingeniería de pago diferido aplicada a financiar necesidades nada extraordinarias como comisarías o escuelas. Hablan de prescindir de 10.000 sanitarios y también de maestros. A la desesperada, un centenar de expertos, incluidos catalanes, plantea, como otros ya sugirieron desde Asturias, devolver competencias de sanidad al Estado.

Lo imperdonable es que una parte de esa orgía ahora improrrogable se gestó en plena crisis. Las autonomías han duplicado su deuda desde el 2007, año del desastre, hasta la asombrosa cifra de 107.000 millones de euros. Las sociedades públicas regionales, cinco mil, han crecido un 61% en dos años. La proliferación sólo se explica porque muchos gobiernos, el asturiano también, las utilizan para centrifugar sus finanzas. Camuflan por esa vía facturas que no computan en los balances oficiales. En medio de la recesión, siguieron con las alegres contrataciones de personal para sostener el mercado laboral. Ciego remedio. No hay más que analizar las estadísticas regionales para comprobar que a más empleo público, menor riqueza. El desarrollo reposa en la iniciativa privada.

Hay baronías con gastos de representación mayores que los de Zapatero, gobiernos con 38.000 teléfonos móviles, altos cargos con pensiones vitalicias por ejercer dos años y aeropuertos para un vuelo al día o ni siquiera eso. En alegres proyectos de dudosa viabilidad los próceres de Asturias tampoco están libres de pecado. Como escribió un reputado socialista ¿son comunidades autónomas o descontroladas? El desenfreno toca a su fin. Y lo peor: algunos temen que miles de facturas queden en el cajón porque los nuevos gobernantes tengan que asumir la imposibilidad de afrontarlas, estrangulando a empresas y pequeños proveedores.

Los candidatos de las principales fuerzas en Asturias intuyen lo que se les viene encima aunque esquivan hablar con franqueza. «Primera lección de la crisis: el Estado de bienestar aporta estabilidad. Segunda enseñanza: los servicios públicos no son para siempre. Todas las conquistas sociales están en riesgo. Se puede hacer más con menos. Habrá que reasignar recursos», declaró a LA NUEVA ESPAÑA el socialista Javier Fernández. «Estoy segura de que quien acceda al Principado encontrará sorpresas desagradables y deberá acometer nuevos ajustes», dijo la popular Isabel Pérez-Espinosa.

Acercar la Administración al ciudadano es eficaz. El principio se pervierte cuando se toma como excusa para engendrar 17 émulos del Estado. Abordar con sinceridad, sin cálculos políticos, este espinoso asunto ni socava el modelo territorial ni dinamita el Estado del bienestar, del que las autonomías se han convertido en locomotora. Al contrario, supone garantizar la pervivencia de ambos durante muchos más años.

El aterrizaje forzoso que nos espera el día siguiente a las votaciones constituye un foco de incertidumbre para el futuro económico. Quien deba arreglar el desaguisado seguro que empieza por exigir nuevos sacrificios. Por eso, por lealtad y respeto, los ciudadanos merecen conocer la verdad, no cínicos ejercicios de opacidad como los que han llevado a Cataluña a la calamitosa pesadilla en que se ve envuelta ahora.

La Ministra del ramo, la socialista Salgado, teme medidas drásticas que le acarreen dentelladas de la oposición. El anterior consejero catalán de Hacienda, su compañero Castells, le aconsejó hace cinco meses que no actuara como Chamberlain. El británico, adalid del apaciguamiento, acudió a Múnich en 1938 a pactar con los nazis. Cedió, fue humillado y engañado, y no evitó la guerra. «¿Sabes cuándo se paga el coste político?», se descarnó Castells. «Cuando por no hacer lo que hay que hacer todo salte por los aires». Efectivamente, demorar lo inevitable nunca soluciona nada: lo agrava.