El famoso escándalo de la bandera o de las banderas se ha zanjado con las explicaciones del hombre que se olvidó de advertirles a los jóvenes futbolistas de la selección española, campeones de Europa, que, al recoger las medallas, no podían exhibir en público la enseña de su pueblo. Si se trata de un combinado que representa al conjunto de España, lo más lógico parece que, de haber alguna bandera, sea la nacional la que se exhiba; ahora bien, eso no se estaba haciendo hasta ahora así y, en el reparto de las medallas, quien más y quien menos sacaba a relucir el emblema que consideraba oportuno. Generalmente es algo que, por las razones que sean -y no voy a entrar ahora en ellas-, sólo ocurre aquí. No se ve, por ejemplo, a un internacional por Alemania paseando la bandera de Baviera. Ni a uno de Italia, la del Véneto.

Lo de las banderas se está convirtiendo en un problema de imagen pública por culpa de la banderitis, la manía de los signos externos y un patrioterismo desbocado que va desde el campanario a las esencias nacionales. Pero no debería ser así, de primar el sentido común. Si los deportistas, asturianos, cántabros o catalanes, forman parte de un grupo que representa a España, la ostentación de cualquier distintivo que no represente al conjunto está de más, por mucho que uno sienta los colores de su casa.

Sin embargo, lo peor no es la reacción de los jóvenes futbolistas que utilizan las banderas para exteriorizar la victoria, ni del seleccionador que, angustiado porque se vulneran las normas federativas, retira una de las banderas, en el caso que nos ocupa la asturiana. Lo realmente absurdo son las declaraciones posteriores, el fervor nacional y el nacionaliego que destila cualquier polémica de este tipo. Sobremanera de ciertos políticos que quieren pescar en río revuelto, como es el caso del coordinador de IU, que atribuye el incidente a que «hay mucho facha crecido». Y, ante tal simpleza, sólo cabe entender al seleccionador cuando dice: «No maté a nadie».