Paseando por una playa llanisca tropecé con dos conocidos, quienes aprovechando el frágil lazo afectivo de coincidir en la bajamar y en bañador, cometieron la herejía de hablarme de Derecho en tan maravilloso paisaje. Como si se tratase de dos velocirraptores (saurios popularizados por la película «Parque Jurásico» que atacan por parejas) se centraron en los males de la Justicia y en particular se cebaron en sus respectivos abogados, ya que en ambos casos (un pleito de herencias y otro de responsabilidad médica) no les informaban del estado del litigio y se limitaban a dar largas y rodeos que evidenciaban un total desinterés u holgazanería de los letrados.

Se trata de una situación patológica ya que lo normal es que los abogados, como la mayoría de los profesionales, mantengan una relación de lealtad y buena fe con su cliente, y que le informen del pleito para lo bueno y para lo malo. Sin embargo, a quien le toca en «desgracia» un picapleitos en el peor sentido de la palabra, se siente como un enfermo abandonado en un hospital, sin mejorar y sin conocer el diagnóstico, el tratamiento y la fecha de alta.

Este tipo de abogados, que constituyen un desdoro para tan noble profesión, suelen prestar gran importancia a la apariencia, propia de Don Bartolo, el pedante picapleitos de las «Bodas de Fígaro» (engolamiento expresivo, traje elegante, tarjetas de presentación primorosas, cartapacios y libros solemnes, etc.) y se presentan como los vendedores de falsos crecepelos del Oeste americano: tienen solución para todo y tratan de embaucar al cliente mediante precio. Una vez que el incauto cae en su telaraña, se apresura a solicitar una generosa provisión de fondos, y una vez cobrada, a pintar un panorama tenebroso para el litigio (tiempo, costes, posibilidad de victoria, etcétera).

Después con el tranquilo «sueño de los injustos», el asunto pasa a importarle un bledo y queda amontonado con otros expedientes similares en su mesa de despacho (por cierto, bien grande y si es de madera noble, mejor). Transcurrido un tiempo, el inquieto cliente comienza a interesarse por su asunto. Sus pesquisas suponen un viaje hacia ninguna parte que se inicia en la estación de «Prudencia» y acaba en la de la «Indignación». Primero le llama telefónicamente, luego le visita en su despacho, y finalmente le acaba persiguiendo para que de una vez le diga como está su asunto. El «Vuelva usted mañana» de Larra sobre los funcionarios se queda corto sobre la crónica que le habrían inspirado tales abogados.

Y no me refiero al caso del cliente pelmazo, que también los hay, que agota la paciencia de su abogado, quien no le informa ya que no tiene nada que informarle puesto que ya hizo sus deberes y presentó los escritos procesales, con lo que sólo cabe dar tiempo al tiempo para que la lenta maquinaria de la justicia mueva ficha.

Me ocupo del abogado que oculta su impericia o vagancia en sutiles evasivas. La más habitual consiste en no coger el teléfono, pero si lo descuelga le informará que en ese momento está ocupadísimo con un asunto de gran enjundia, reunido con personajes o pendiente de grandes noticias. Tampoco falta la explicación vacía utilizando un expeditivo lenguaje críptico propio de los trabalenguas del fallecido comediante Antonio Ozores («ya está proveído con subsidiariedad»; «pendiente de convoluto»; «bajo tercerías complejas» o «pronto se minutará la estimación»). Llegado el caso, resulta muy práctico culpar al sistema o al juez, y los más osados incluso aprovechan para reclamar al cliente nueva provisión de fondos.

Estas maniobras de distracción encubren la miseria humana. La ignorancia: el abogado asume el asunto para no perder el cliente pese a desconocer esa concreta especialidad jurídica. La desidia: su vocación era mostrarse socialmente como abogado, pero no trabajar como tal. El error: el pleito no tenía futuro por ser jurídicamente indefendible, o bien el pleito es cosa del pasado por haberse zanjado con sentencia desfavorable que celosamente oculta a las iras del cliente. Incluso he conocido casos de abogados cuya desfachatez llegó al punto de exhibirle «autos» (resoluciones que no zanjan el fondo del litigio) a los clientes legos como si fuera la sentencia final, y algún que otro lobo con piel de cordero falsificó burdamente otra sentencia con tecnología informática para que el cliente se fuese tranquilo.

Al final el problema estalla por agotamiento del cliente (de su paciencia, de su educación o de su dinero), quien sufrirá para recuperar los papeles de su caso que cándidamente facilitó al abogado años atrás, pero así y todo considerará la pérdida de los honorarios anticipados un precio barato para librarse de tal tipejo. Un nuevo abogado ocupará su lugar, quien intentará salvar al cliente del naufragio procesal. Claro que tampoco faltan los villanos encadenados y es posible «saltar de la sartén para caer en las ascuas», situación que sumirá al cliente en la misma reflexión que aquel marinero que viajaba en el «Titanic» y en el «Lusitania» las dos noches en que tan gigantescos buques se hundieron en el océano (1912 y 1915, respectivamente): ¿Dios mío, por qué a mí?

Es cierto que «La Carta de los Derechos de los Ciudadanos ante la Justicia», aprobada por unanimidad en el Pleno del Congreso de los Diputados el 16 de abril de 2002, reconoce a los ciudadanos numerosos derechos frente a jueces, procuradores y abogados, documento que reviste grandísimo valor testimonial, pero de escasa eficacia jurídica práctica para remediar las situaciones de abuso expuestas.

También es innegable que las demoras en los pleitos son un problema estructural de la justicia que resulta ajeno a los abogados. Ahora bien, lo que sí incumbe a los colegios profesionales y a los procedimientos de acceso a la profesión es inculcar un estricto Código Deontológico para evitar que la manzana podrida contagie todas las del cesto. Tarea titánica puesto que el talante moral y la honradez son virtudes que se siembran en temprana edad y malamente puede reconducirse a quien considera su reciente acreditación como abogado una «licencia para defraudar». Sin embargo, volviendo al paraje marino que provoca estas reflexiones, al igual que los ahogados acaban saliendo a flote en la superficie, tengan seguro que esos abogados de pacotilla son como las ovejas negras, la excepción, y además acabarán desenmascarados. Hemos de tener presente las sabias palabras del presidente Abraham Lincoln: «se puede engañar a algunos todo el tiempo y a todos algún tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo».