Es gravísimo, en manos de quién estamos». Voy a tomar prestada de la diputada socialista Ana Rosa Migoya una frase, no por brillante ni siquiera por el mérito de haber descubierto la pólvora, pero sí por su significado eterno. En manos de quiénes estamos en la política asturiana, en particular, y en la política española, en general, es tanto como decir que nos movemos en el filo de la navaja y que sólo dependemos de nuestra propia iniciativa para salir adelante ahora y en lo que nos espera.

Migoya se refiere, sin embargo, con esas palabras llenas de sentido eterno a las manos que en estos momentos administran desde el Principado los intereses de la región. No son, desde luego, unas manos que inspiren confianza, más bien todo lo contrario, no por el desconocimiento que destilan de los asuntos que conciernen a los administrados sino por el modo de conducirse hasta ahora. Y que la diputada socialista, no hace todavía mucho consejera, se asombre y ponga el grito en el cielo por lo que está sucediendo, teniendo en cuenta lo que sucedía, debería producirnos todavía mayor inquietud.

Hasta donde llega la sinceridad, las razones para asombrarse de Migoya adquieren tintes de preocupación viniendo de quien vienen, porque la diputada, con sobrada veteranía en la política, debería estar curada de espanto. Al menos con mayor motivo que otros asturianos tan pacientes y generosos con quienes les representan.

Sus señorías están, por regla general y por el tiempo que llevan calentando los sillones de la Junta, acostumbrados a capear el temporal, conscientes de que la situación para ellos no siempre es tan delicada como para otros. Ahora, en cambio, nuestros socialistas llevan de un tiempo a esta parte estremeciéndose y clamando por lo que observan en el partido que gobierna y desconozco si se han puesto a reflexionar sobre su responsabilidad. Porque ellos, como fuerza más votada en el Principado, podían haberlo evitado con algo más de coraje y decisión, sin escurrir el bulto y afrontando la complicada herencia. La suya.