No tengo inconveniente en admitir que muchos preceptos religiosos puedan ser objeto de análisis e incluso de descalificación que pueden ir desde la estrella de Belén hasta la licuación anual de la sangre de San Pantaleón. Disiento de los milagros o presupuestos laicos, políticos, sociales. Está considerada con firmeza la repulsa contra la pena de muerte. Que pueda haber fallos y resultar perjudicada una persona inocente es admisible, aunque se entienda mal que un sujeto, acusado de asesinato, vista y vueltas a ver apelaciones a lo largo de quince, veinte o más años, permanezca alojado en el corredor de la muerte para acabar administrándole una inyección que le sienta fatal.

Hay errores judiciales, ¿y qué? Me gustaría analizar los sentimientos de personas de cualquier sexo a las que un imbécil haya rayado el automóvil recién adquirido. Apostaría treinta a uno que, si de él o ella dependiera, el rayador sería reo de muerte y expedita. No digamos en los casos de terrorismo, cuando un cobarde sicario le vuela los sesos a quien está esperando el autobús con su hijita de la mano. O los que hicieron saltar los trenes en las afueras de Madrid: un camello de la macilenta vida nocturna de Avilés y unos moros semianalfabetos. Todos contra la pena de muerte, aunque sepan que en cuatro, seis o diez años van a volver a la calle. Por eso los criminales matan tan pocos funcionarios de justicia: una fiscal y algún juez extraviado.

No se trate de estar contra la última pena, sino que la justicia funciona manga por hombro, las instituciones penitenciarias cuestan, pero no sirven y quien crea en la inserción social de un homicida es más tonto de lo permisible. La otra trola tuvo su eficacia: honradez socialista: cien años de honradez, eso proclamaban, pues durante la mayor parte de ese tiempo estuvieron alejados del cajón de los cuartos, porque cuando tuvieron la mínima ocasión, arramplaron, como hizo Indalecio Prieto con el tesoro de la catedral de Toledo, que le sirvió para sobornar al presidente mexicano Cárdenas y que las esposas de todos los políticos de aquel país se adornaran con las joyas de la imagen. No reivindico la idoneidad de su exhibición, sólo que no eran propiedad de don Inda ni de sus compañeros. Tiempo después, han batido récords arrastrando hasta el banquillo a ministros, directores generales de la Guardia Civil, gobernadores del Banco de España, directoras del BOE, etc., todo ello en un país que goza de la paz democrática. Ahora se llama blindar la jubilación. ¡Vaya tropa!