Va a ser cierto eso de que si una cosa se repite mucho termina pareciendo verdad, aunque no lo sea. Hago esta reflexión al hilo de una noticia aparecida esta semana en la prensa asturiana en la que, por segunda vez en poco tiempo, se informa con gran profusión de que el Consejo de Gobierno del Principado de Asturias ha aprobado la concesión de 6,67 millones de euros en «subvenciones» para la formación a la Federación Asturiana de Empresarios, a algunos sindicatos y a otras instituciones sociales asturianas.

No debería haber nada de extraño en esta noticia. Pero lo hay. Tal vez, que es la segunda vez en poco tiempo que se destacan ampliamente en los medios de comunicación los fondos que algunas instituciones reciben para formación. Y, tal vez también, que como el río está tan revuelto, alguien pudiera interpretar que la noticia tiene una intencionalidad que va más allá de la que realmente debe tener, que es informar sobre un hecho cierto y objetivo.

Todo el mundo sin excepción (la UE, prestigiosas universidades, especialistas en la materia, el Banco de España, el World Economic Forum, los gobiernos, la ONU e incluso la propia prensa) coincide en que el futuro de un país se gana sólo con la mejora de la competitividad individual de las personas, y que esta se consigue indefectiblemente a través de la mejora de sus capacidades profesionales, lo que equivale a decir que la formación es indispensable y fundamental. Y también todos sin excepción coinciden en que, además, las personas debemos formarnos durante toda la vida laboral para no quedarnos atrás en un mundo que cambia continua y rápidamente.

Cuestión diferente es qué formación debe impartirse, quién debe hacerlo y bajo qué criterios. No pretendo en estas breves líneas abordar un asunto de tanta complejidad como ese. Pero si me gustaría aclarar algunos conceptos sobre esa mal llamada, en mi opinión, «subvención para la formación», su procedencia y sus objetivos. Sobre todo, para que no quede en el aire la impresión, tal parece, de que favorece graciosamente a unos sí y a otros no, o de que es una dádiva o concesión aleatoria para algunos.

El primero es para qué deben servir. Se trata de fondos destinados a la formación de personas preferentemente en activo (al menos el 60% de los beneficiarios deberán encontrarse trabajando cuando se inicie la misma). Estas acciones formativas deben estar «dirigidas al aprendizaje de competencias transversales a varios sectores de la actividad económica o de competencias específicas de un sector para el reciclaje y recualificación de trabajadores de otros sectores» (reproduzco de forma literal el texto de la convocatoria). Se financia con fondos articulados a través de los Presupuestos Generales de cada comunidad autónoma, y se gestionan por una convocatoria pública, en el caso de Asturias, por resolución de la Consejería de Industria y Empleo (la de este año, de fecha 11 de mayo, publicada en el «BOPA» número 110, de 14 de mayo).

La citada resolución es muy clara en lo que se refiere a finalidades y principios de estas ayudas, a tipos y contenidos de las acciones formativas, a quiénes pueden resultar beneficiarios de los fondos, a los requisitos que deben cumplir los solicitantes, al procedimiento de solicitud, a los criterios de valoración para su adjudicación, a las exigencias de ejecución y justificación, al control y compatibilidad de los fondos con los que se financian los cursos, e incluso a las causas y procedimientos de revocación en caso de incumplimiento por parte de los solicitantes. Es decir: una clara y estricta regulación con luz y taquígrafos de principio a fin.

Los resultados de las demás instituciones que han participado en algunas acciones formativas de este tipo en Asturias los desconozco. Los de FADE los aporto aquí: en los últimos tres años con los fondos que hemos recibido de este programa se han impartido más de 74.000 horas de formación a casi 22.500 trabajadores asturianos. Por cierto, y aun a riesgo de pecar de cierta inmodestia, casi todos los cursos programados se han llenado y la valoración que hemos recibido por parte de los alumnos participantes en estas acciones formativas a través de encuesta directa ha sido de alta-muy alta.

Lo que no se sabe, o no se quiere decir con total claridad, es cuál es la procedencia de los fondos con los que se financia esa formación. Es la segunda cuestión que quiero aclarar. Porque tal parece que, al estar integrados en los Presupuestos Generales, es el Estado quien los aporta. Y no es exactamente así, sino todo lo contrario: esos fondos los pagan directamente empresas y trabajadores a través de sus cotizaciones a la Seguridad Social, y el Estado se los apropia de forma atípica.

A principios de la década de los 90 del siglo pasado sólo existían en España dos subsistemas de formación profesional: el reglado (la FP tradicional) y el ocupacional, dirigido a desempleados. Faltaba por desarrollar la formación continua. En 1992 las organizaciones sindicales y la patronal, al amparo del artículo 83.3 de Estatuto de los Trabajadores, suscribieron el primer acuerdo en esta materia, dando lugar un año más tarde al Forcem, siglas bajo cuyo paraguas recaía la responsabilidad de gestión. Era aquel un modelo bipartito (entre patronal y sindicatos), que se financiaba vía cotización a la Seguridad Social: la empresa aportaba una cuota del 0,6% del salario de cada trabajador y éste aportaba un 0,1% adicional, que se detraía de sus percepciones líquidas. Es decir, los fondos con los que se financiaba esta formación no eran aportados por el Estado o las comunidades autónomas, sino por empresarios y trabajadores a través de cotizaciones específicas. Y además, figura extraña en nuestro sistema, eran cotizaciones causalizadas para un fin concreto y exclusivo: la formación.

Con el paso del tiempo y la firma de sucesivos acuerdos, e incluso terciando algunas sentencias judiciales, estos fondos han ido sufriendo algunas variaciones. La primera es que se ha ampliado su utilización a los trabajadores desempleados, cuando la tasa de paro repuntó en nuestro país a finales de los 90. La segunda es que el Estado entró en el modelo, que pasó de ser bipartito a tripartito; inicialmente lo hizo con un papel subsidiario de apoyo y orientación, pero enseguida ese papel se transformó en intervencionista, principalmente para controlar los fondos. Y la tercera es la aparición de las comunidades autónomas en el modelo, a quienes se ha ido derivando su materialización en detrimento de la Administración central, a medida que fueron trasladándose a aquéllas competencias en materia de formación y empleo.

Pero a fecha actual sigue invariable una cosa: el origen de los fondos. Cada trabajador en su nómina y cada empresario en sus TC puede comprobar que cada mes sigue aportando idénticos porcentajes a los citados más arriba en concepto de formación profesional. Ese dinero lo recauda la Tesorería General de la Seguridad Social, que lo transfiere al Servicio Público de Empleo Estatal, quien, a su vez, lo distribuye entre las comunidades autónomas para que, por medio de sus respectivos servicios públicos de Empleo, lo distribuyan vía «subvenciones». En mi opinión este término es erróneo y por eso lo reproduzco entre comillas: no se puede corresponder exactamente con el término subvención aquello que previamente ha sido aportado por empresas y trabajadores con un fin concreto (la formación) y que debe revertir en su beneficio. Podemos denominarlo así, pero no es eso.

Tan claro es este planteamiento que el propio real decreto 395/2007, de 23 de marzo, por el que actualmente se regula el subsistema de formación profesional para el empleo, y la orden TAS/718/2008, de 7 de marzo, que lo desarrolla, determinan que son las organizaciones empresariales y sindicales más representativas en el ámbito estatal y las más representativas en el ámbito autonómico quienes pueden recurrir a estos planes intersectoriales. Y establece también de forma explícita que se financiará con los fondos provenientes principalmente de la cuota de formación profesional que aportan las empresas y los trabajadores, con las ayudas procedentes del Fondo Social Europeo y con aportaciones estatales.

El presupuesto del sistema de formación profesional para el empleo en el conjunto de España ascendió en el año 2010 a 2.552 millones de euros. De esa cantidad, 1.845 millones de euros han sido aportados por las empresas a través de cotizaciones directas, y 308 millones de euros, por los trabajadores a través de deducciones específicas en nómina. Sumado representa más del 84% del total. El Fondo Social Europeo aportó otro 10% del total; con lo que el esfuerzo directo del Estado español al modelo ha sido de 153 millones de euros, un escaso 6 por ciento.

Con el fin de aclarar posibles interpretaciones seguramente mal informadas, facilito el siguiente dato correspondiente a Asturias: lo que empresarios y trabajadores han aportado al modelo a través de sus cotizaciones respectivas en el año 2009 ascendió a 42 millones de euros; la cantidad que ha revertido a Asturias de estas aportaciones para los planes de oferta en ese mismo año fue de 7,13 millones de euros, seis veces menos de lo aportado. Para 2010 todavía no se disponen de datos regionalizados, pero creo que el balance es claramente negativo en términos netos para una comunidad como la nuestra.

Si el modelo no convence, tendremos que cambiarlo; eso sí, contando con quienes lo sostienen y, al mismo tiempo, son los principales interesados en que funcione. Si hay instituciones que no cumplen con suficiente garantía de calidad, o incluso con las obligaciones de justificación, ahí es donde deben actuar las administraciones públicas con su potestad inspectora e incluso sancionadora. Pero lo que no debe hacerse es, en mi opinión, demonizar al todo por una parte; o señalar con el dedo a los financiadores principales del modelo cuando concurren en pública convocatoria y reciben una ínfima parte de lo que aportaron para aplicarla al fin primigenio y principal para el que fue creado: la mejora profesional de los trabajadores, que redunda en una mayor competitividad personal y, por extensión, de nuestras empresas y de nuestra economía.