A muchos nos gusta el manoseo de los libros tal como los hemos conocido siempre y saborear su búsqueda en la librería de nuestra confianza, leerlos con parsimonia litúrgica, encontrarles después su adecuado alojo en la biblioteca para ver sus lomos de vez en cuando o tomarlos de nuevo y buscar en ellos la frase subrayada o la referencia que -esquiva- había volado de nuestra memoria.

Los libros son, como escribió Pérez de Ayala, los «abuelos solícitos» que nos miran con su infinita sabiduría de siglos y su eterna paciencia, complacidos ellos en su quietud y resignados ante el indiferente poso del polvo. Y las librerías donde se compran han sido las farmacias del espíritu, la casa de curas de esa enfermedad que no es sino la inquietud anhelante y buscadora de respuestas a las torturas en que se debaten nuestras entretelas o nuestras manías. O los desvaríos de nuestra razón.

Pero la revolución técnica que vivimos impone nuevos hábitos. Por de pronto las librerías se están sustituyendo por las páginas web de las grandes empresas vendedoras de libros, donde es posible hallar de todo perfectamente ordenado sin necesidad de trepar por los anaqueles de los establecimientos tradicionales. ¿Se mejora así lo antiguo? Depende. A mi entender, el librero antiguo, ese tipo de confianza, metido hasta las cachas en la lectura, fiable consejero y erudito, maniático de las ediciones, perseguidor de autores y novedades, ese sujeto es sencillamente irreemplazable y merece nuestro fervor y la organización de un homenaje nacional. Ahora bien, cuando la librería no es el producto del amor sino una sección más del gran almacén donde se acumulan los libros junto a las corbatas o los desodorantes, entonces la opción de la búsqueda y la compra a través del ordenador es preferible por más limpia y más segura.

¿Y qué me dice usted del libro electrónico? Pues que cada vez es más frecuente ver a los viajeros de un tren leyendo en este nuevo formato que permite ir de Madrid a Málaga con una gran biblioteca a cuestas sin necesidad de acudir a la casa de mudanzas. Yo me he hecho un entusiasta de mi chisme electrónico donde tengo acumulados -de momento- más de mil libros de la literatura clásica universal que voy descubriendo poco a poco. Hoy se me ocurre visitar a Baudelaire, mañana recuperar un par de capítulos del «Quijote» o del «Buscón», o encuentro con sorpresa páginas autobiográficas de Rubén Darío, o releo la correspondencia de Juan Valera, o páginas bien actuales sobre el Cádiz de la Constitución firmadas por Blanco White ... etcétera.

El libro electrónico es una hucha, la alcancía en la que es fácil revolver para encontrar los cuerpos leves y sutiles de tantas y tantas páginas que yacen olvidadas y a las que nos resulta difícil acudir para darles de nuevo la vida que le han robado nuestras propias bibliotecas que, por mucho que las amemos, tienen también maneras de difunto, de gran osario acumulador de recuerdos muertos.

Viajar con miles de libros metidos en un trasto que tiene el peso del ala de una mariposa es un sueño prodigioso, el delicioso licor de todo borracho de lecturas. Por eso el libro electrónico tiene algo de la caracola que nos trae el rumor que forma el canto inextinguible de la prosa y del verso.