Nuestra burocracia se basa en sencillos y rígidos principios. Algunos están tan consolidados que ya forman parte inseparable de nuestro napoleónico concepto de la administración -en minúscula-. Es el caso de la tradicional distinción entre gestor e interventor: un servicio para cada cosa. Uno «impulsa» los expedientes y otro los fiscaliza. Uno hace y otro opina.

Del juego de pesos y contrapesos surge el equilibrio deseado. Además, ayuda que las leyes financieras les consideren responsables solidarios de los quebrantos que puedan ocasionar, el uno o el otro, en los caudales públicos. Una imagen, incorrecta en lo político, pero muy peliculera, sería la de dos presos que escapan del penal atados por una cadena; cuando el más emprendedor e ingenioso quiere saltar al tren en marcha, el más precavido lo impide, temerosos de partirse la crisma. Vamos, lo más parecido a un matrimonio forzoso.

A mediados de los años noventa, ejercía yo como gestor económico en mi querida Universidad de Oviedo bajo la supervisión de una dura interventora accidental. Durante el proceso de fiscalización de los expedientes -todo un juego del gato y el ratón entre ambos funcionarios- no es infrecuente que los gestores debatan con vehemencia con el interventor defendiendo su punto de vista en algún asunto susceptible de interpretación. Recuerdo que mis argumentos ponderaban especialmente la flexibilidad, la economía o la eficacia y se estrellaban ante el fortín amurallado de la legalidad y las interpretaciones más prudentes de la responsable del control interno. Sin embargo, al poco una sentencia judicial en relación con la plantilla invirtió nuestros papeles: ella pasó a gestora y yo a interventor. Como en una obra de teatro, nos vimos de golpe interpretando lo contrario de lo que decíamos unos días antes, para risa de los asistentes a las mesas de contratación. Y así debía ser, si queríamos cumplir correctamente las responsabilidades de nuestros nuevos puestos.

El gestor, en un egoísmo racional, siempre pide a su interventor: «Tráeme soluciones, no problemas». No obstante, les recomiendo que, aunque lo piensen, no lo digan nunca ya que les suele ofender mucho, porque los órganos de control deben aislarse de los problemas. Con frecuencia trabajan duro como aguafiestas de persuasivos alcaldes o directores generales.

Este reparto de papeles tan diferenciado exige habilidades personales y directivas distintas. Por lo general, el gestor es más superficial en la manera de abordar los asuntos del trabajo, un surfista; mientras que quienes se encargan del control deben ser más quisquillosos, su trabajo es bucear con detalle entre pliegos de papel o las pantallas de ordenador. Y así las cosas, el mundo del control es una buena escuela: haces pocos amigos pero te acostumbras a trabajar con la precisión de un artesano.

Es oportuno recordar, como dijo nuestro Tribunal de Cuentas, que la actividad las Unidades de Intervención «no suele tener tarea fácil ni agradable, pues el ejercicio correcto de su trabajo puede dar lugar a situaciones de malestar y teórico enfrentamiento con los ordenadores de pagos en lo que respecta a la corrección y adecuación de aquéllos». Lo dijo con ocasión del pago indebido de una esquela en varios periódicos nacionales cuyo texto omitía la mención de la corporación que la financiaba y exigiendo, por tanto, su reintegro al interventor y al vicepresidente de Ceuta.

Los ejecutivos, los políticos, gestionan fundamentalmente personas y se basan en la confianza, en la empatía que les permite influir en el comportamiento de sus colaboradores, en su entrenada capacidad para negociar con inteligencia. Frente a tanta destreza, el trabajo del interventor -como el del auditor- se basa en la desconfianza, en las evidencias y en su capacidad para resistir o aislarse de las presiones, sobre todo -y quiero reconocer la encomiable tarea que realizan- en pequeños o medianos ayuntamientos.

De hecho, hay una actitud peculiar que se denomina en todo el mundo oficialmente como «escepticismo profesional». Aparece recogida en las Normas Internacionales de Auditoría como un «estado mental inquisitivo» y una evaluación crítica que requiere un «cuestionamiento continuo» sobre si la información y la evidencia obtenidas sugieren un error o un fraude.

En definitiva, durante los procedimientos de fiscalización «no debe quedar satisfecho por la creencia de que la administración y los encargados del gobierno corporativo sean honrados», dice la norma, para perplejidad de gerentes y directivos; ¿malpensados?, ¿maniáticos? Sin duda. Cumplen con su obligación, y con ello nos protegen a todos, aunque con el paso del tiempo gestor y controlador van desarrollando una complicidad de matrimonio forzoso donde éste descubre con facilidad los vanos intentos de aquél para colarle algún imaginativo marrón, haciendo buena la frase de Lope de Vega: entre casado y cazado, sólo hay una letra.