El poder que el Estado confiere a los jueces sobre vidas y haciendas es enorme. Ellos encarnan, casi más que cualquier otra institución, la fuerza incontenible del Leviatán estatal. Ese poder, además, se otorga en nuestro país a quienes no proceden, ni directa ni indirectamente, de la elección popular, ya que el acceso a la judicatura se produce por oposición o, en menor medida, a través de un concurso de méritos entre juristas profesionales.

Como todos sabemos, la función de los jueces consiste, estrictamente, en aplicar el derecho, que, cuando se trata de las leyes, crean los representantes de los ciudadanos. La ley, en efecto, es, según la Constitución, expresión de la voluntad del pueblo y los jueces están sometidos constitucionalmente a ella. No cabe, pues, que la voluntad judicial se superponga a la que el legislador democrático encarna, ni la justicia puede alcanzarse por los jueces al margen del derecho o contra el derecho. Más aun: la injusticia que se sanciona penalmente en el delito de prevaricación judicial es la arbitrariedad, no la contravención de un valor meramente ético. Para el juez, lo justo y lo legal han de ser lo mismo. Al Parlamento y al Gobierno compete, en cambio, fijar en cada momento histórico los imperativos de justicia por los que los electores han optado. Así, el juez cuyo afán individual de justicia no quepa dentro de la estrechez de la toga debe abandonar su delicada función y dedicarse a la abogacía o a la política, o integrarse activamente en una ONG o, mejor todavía, profesar como abnegado religioso misionero.

Ciertamente, cualquier poder (público o privado) propende al exceso, al abuso. Todo poder corrompe, decía lord Acton, y el poder de juzgar sólo cabe que resista la inclinación humana a la corrupción ateniéndose escrupulosamente a la ley. Por supuesto, la prevaricación supone, aunque no medie cohecho e incluso aunque la intención sea nobilísima (alcanzar la «justicia»), una forma de corrupción: se trata de una intolerable extralimitación en el ejercicio de la función jurisdiccional. El juez prevaricador se inviste a sí mismo de atribuciones legiferantes y contradice la proclamación constitucional de que únicamente las Cortes Generales representan al pueblo español y ostentan por ello la potestad legislativa del Estado.

El 9 de febrero de este año el Tribunal Supremo provocó un considerable revuelo nacional e internacional al condenar por prevaricación a Baltasar Garzón e inhabilitarlo durante once años para el cargo de juez o magistrado. Garzón, refulgente luminaria del judiciary star system de la Audiencia Nacional, había ordenado, como instructor del «caso Gürtel», la grabación de las conversaciones entre los imputados que se hallaban en presión preventiva y sus abogados, siendo así que semejante intervención, de resultar pertinente, únicamente cabe en los delitos de terrorismo. Teniendo en cuenta que el juez de instrucción dirige la investigación criminal (lo cual, por cierto, dificulta hasta extremos de misterio teológico su segunda identidad como juez de garantías procesales), las medidas de intervención de las comunicaciones indebidamente ordenadas dejaban en nada el derecho de defensa y seriamente dañados, entre otros, los de no declarar contra sí mismo y a la presunción de inocencia, íntimamente unidos al carácter no inquisitorial del moderno proceso penal.

En otra causa por prevaricación seguida a Baltasar Garzón, el Tribunal Supremo, mediante sentencia del 27 de febrero, decidió, sin embargo, absolverlo, aunque considerando erróneo su proceder. El polémico juez, ante las denuncias que le fueron formuladas en 2006 sobre desapariciones y ejecuciones durante la guerra civil en zona controlada por los sublevados y luego durante los años de posguerra, asumió en 2008, tras ordenar la práctica de numerosas y pintorescas diligencias, la competencia para el conocimiento de los hechos, si bien después -conseguida sin duda la resonancia universal de tan ejemplarizante resolución- hubo de acordar la extinción de la responsabilidad criminal por fallecimiento de las personas imputadas, entre las que se hallaba el general Franco, muerto más de tres décadas antes, ¡como en dichas diligencias quedó debidamente acreditado! ¿No es alucinante?

El Tribunal Supremo dice en este último pronunciamiento cosas muy sensatas. Frente a la pretensión de los familiares de las víctimas de la represión franquista de promover algo similar a unos juicios de la verdad, advierte que ello no puede acogerse en el marco de nuestro sistema punitivo. «El derecho a conocer la verdad histórica no forma parte del proceso penal y sólo tangencialmente puede ser satisfecho? Difícilmente puede llegarse a una declaración de verdad judicial, de acuerdo a las exigencias formales y garantistas del proceso penal, sin imputados, pues estos fallecieron, o por unos delitos, en su caso, prescritos o amnistiados. El método de investigación judicial no es el propio del historiador».

El alto tribunal recuerda también que la ley de Amnistía de 1977 «fue promulgada con el consenso total de las fuerzas políticas» surgidas de unas elecciones democráticas. Y observa igualmente que precisamente porque la Transición fue voluntad del pueblo español, articulada en esa ley, ningún órgano judicial puede cuestionar la legitimidad de semejante decisión. «Se trata de una ley vigente cuya eventual derogación corresponde, en exclusiva, al Parlamento». Me parece un argumento irrebatible. No tanto, por el contrario, el que sirve al TS para exculpar a un juez que en 1998, y con exquisita pulcritud jurídica, había inadmitido una querella interpuesta por los crímenes de Paracuellos al entender aplicables a tales hechos el instituto de la prescripción y la ley de Amnistía de 1977.