Hace unos días al firmar las dedicatorias de mi último libro me quedé horrorizado al comprobar que escribo fatal. Mi caligrafía es un garabato ilegible aunque me esfuerce. Mi última carta manuscrita fue a una novia de los tiempos lejanos en que si alguien escribía la palabra «ordenador» el profesor le ponía la rayita a la «n». También atrás queda mi primer destino en la Administración con mando en plaza que me permitía el lujo de caligrafiar a mano los informes y entregárselos a un auxiliar o bien dictárselos oralmente con parsimonia. Hoy día conozco excelentes profesionales que siguen escribiendo a mano sus informes o resoluciones y envidio su capacidad para acompasar reflexión y expresión, con mano segura, hábito de grandísimo mérito dadas las turbulencias y complejidad de nuestro Ordenamiento Jurídico.

No soy un caso aislado, ya que esa especie de «atrofia digital» prueba el evolucionismo en el ámbito de la función pública. El resultado de ocho trienios largos de empleos públicos en mi vertiente anatómico-funcional es sorprendente. Las horas ante la pantalla del ordenador han incrementado mis dioptrías y no es la primera vez que levanto la vista hacia el exterior para frotarme los ojos y recuperar la normalidad. Las manos se han acostumbrado a estar levemente alzadas como un pianista antes de la ejecución (propio del teclado de ordenador) en vez de relajadas antes del rasgueo de una guitarra (propio de la caligrafía). El dedo índice derecho a fuerza de clicks se ha convertido en el más aventajado de sus hermanitos. La espalda de forma leve pero continua va contorsionándose a fuerza de enfrentar a su propietario contra la pantalla como la cobra a la mangosta. Y los ojos han adquirido la curiosa destreza de la lectura «de pájaro», asomándose a decenas de folios para exprimir su fruto en unos instantes.

Además, el cerebro se vuelve haragán. Es mas rápido consultar Google que acudir a bases de datos, listados o directorios. Es más fácil teclear frenéticamente y dejar que el corrector automático haga su trabajo. Resulta más cómodo hacer un borrador e imprimirlo una y otra vez hasta la perfección, en vez del trabajo artesanal y ecológico. El cortar y pegar, como proclamaba el pirata de Espronceda, «reina de uno a otro confín». El tiempo dedicado al estudio se reduce al mínimo puesto que la respuesta instantánea es lo que se valora en los procedimientos administrativos y judiciales, y paradójicamente la extensión de lo escrito se ha incrementado pues el teclado automatizado permite amontonar todo tipo de mercancía jurídica, literaria y mundana. Me pregunto cuántos Don Quijotes hubiese escrito Cervantes con un ordenador y conectado a la red, aunque casi apostaría a que el protagonista se hubiera vuelto loco no con libros de caballerías sino con buscadores, wikis, blogs, portales... y otras infernales fuentes de información.

Este enfoque me llevaría a hablar de ergonomía y de salud laboral, pero prefiero ofrecer una visión más impresionista y superficial. Se está produciendo una silenciosa mutación del empleado público, aunque también del privado, pero en menor medida, ya que el ecosistema administrativo se caracteriza por la prevalencia de las tareas escritas y la automatización de procedimientos repetitivos. En estos ámbitos un funcionario sin ordenador es un soldado sin arma: inútil y que estorba. Y por eso diríase que la silenciosa adaptación corporal a las nuevas tecnologías es una técnica de supervivencia burocrática. Algo así como el reto del actor de cine mudo frente a la irrupción del cine sonoro que nos ofrece la reciente película oscarizada «The artist», y cuya moraleja es que la adaptación al cambio es un camino para la felicidad.

Desde un punto de vista darwinista, y en el actual contexto de crisis económica y recortes, los mejor preparados conservarán su empleo. No comparto la tesis del naturalista Lamarck, simplificada en aquello de que las jirafas a fuerza de comer hojas de árboles altos desarrollaban el cuello más largo y tras varias generaciones esa alteración anatómica pasaba de madres a hijas. El rechazo a esta tesis (herencia de los caracteres adquiridos), como se ha dicho con ingenio, podría comprobarse fácilmente ya que después de un ciento de generaciones de varones judíos circuncidados, los actuales conservan el prepucio del mismo tamaño, razonamiento tan contundente como el de aquel alumno ruso no menos ingenioso que se preguntó: ¿si los cambios anatómicos se heredan, por qué las madres rusas tienen hijas vírgenes?

O sea, que por mucho que tecleemos, nos inclinemos y tengamos hábitos nocivos, las adaptaciones o deformaciones anatómicas derivadas de la comodidad tecnológica no pasarán de padres a hijos. Además, los hijos sufren su propio problema adaptativo dado que el entorno tecnológico que les rodea (la mayoría de la información les llega por pantallas, auriculares o juegos electrónicos) está condicionándoles, como los bonsáis, desde la misma etapa de formación. Mucha informática, cultura visual intensa, más bilingüismo, menos imaginación, menos sociabilidad, menos capacidad de sacrificio y todo en un entorno de decisiones aceleradas bajo la lógica propia del videoclip. No en vano, se ha bautizado a la juventud actual como la «generación Pulgarcito», ya que entre el móvil, el ipod y la Playstation está consiguiendo que el pulgar sea el dedo más activo y musculoso. En cambio, sus padres ante ellos se sienten como la generación del patito «Calimero», pues se sienten incomprendidos.