La vida simula, en ocasiones, una partida de ajedrez: unos se coronan reyes, se adornan de coraza y, enrocados en la torre, mueven a su antojo el resto de las piezas, las cuales asumen sus consignas con fe ciega, sabedoras de un destino cruento; otros apenas logran disfrutar de una existencia efímera, de avanzadilla que se ofrece a pecho descubierto, como moneda de cambio; otros acaban a los pies de los caballos; y los hay, como el alfil, que huyen del camino recto. El ajedrez es juego sobrehumano, mefistofélico, como aquel caballero medieval de Bergman que se jugaba la existencia a una partida con la Muerte. Al final, sin embargo, el juego iguala a todos. Fabricados con la misma pasta, al acabar la partida, el rey y el peón descansan en la misma caja.