La tragedia de Toulouse, como hace pocos meses la de Oslo y otras análogas, descubre en primer lugar que la demencia homicida no tiene nacionalidad. Pero esos locos, generalmente solapados en una sociedad que los confunde con los sanos, reaccionan imprevisiblemente a los estímulos de riesgo que la mayoría sabe encajar. Por ejemplo, a las invocaciones políticas contra la inmigración, que admiten un cierto nivel argumental pero son caldo de cultivo racista entre los frenéticos. Los líderes democráticos deberían pensar mil veces, antes de decirla, cualquier expresión de fondo económico y apariencia xenófoba. Lo que ponen en marcha aludiendo a un cierre de fronteras cuando no hay trabajo ni para todos los residentes es una bola de nieve que, pendiente abajo desde la cima del desvarío, puede acabar asesinando niños, judíos o no.

Me resisto a creer que Sarkozy, acosado seriamente por el PSF ante las próximas presidenciales, haya querido reforzar su base electoral halagando a la ultraderecha lepenista. El primer efecto indirecto pudo haber sido la masacre de Toulouse que le obligó a multiplicar las acciones paliativas, ceremonias, lutos oficiales, presencias, palabras desoladas, etcétera. Aunque sea muy injusto relacionar el efecto con la causa, es innegable que el presidente francés fue el primero en hablar de condiciones e incluso eventual salida del pacto de Schengen sobre libre circulación en el espacio más extenso de la Europa comunitaria. No volverá a hacerlo. Pero las crecientes condiciones alemanas a la movilidad plena inciden en lo mismo aunque, por obvias cautelas, eviten obsesivamente las expresiones interpretables en clave racista.

Ante la previsible impotencia de las políticas neoliberales para superar la crisis y devolver a Europa el bienestar que ha tenido, es para temblar la hipótesis de que los partidos conservadores busquen votos de refuerzo en la caverna extremista. Quizás nos adelantemos abusivamente a los hechos, pero en vacas flacas todas las opciones electorales ruedan a velocidad exponencial.

Más allá del debate académico y humanitario, es de razón pensar de una vez en la Tierra como espacio común de todas las criaturas humanas, que más temprano que tarde compartirán la conciencia de la igualdad y del reparto equitativo. Con las desviaciones y traiciones propias del ser imperfecto que nos habita, con las codicias y estrategias de dominio que no procede ignorar, ése es el camino hacia un futuro que, si no aceptamos, nos será impuesto por la masa innumerable de los que ya emergen a la condición de personas en plenitud de derechos, que es lo que nosotros somos sin estatuto alguno de exclusividad. Y no es una idea de izquierda ni de derecha, sino un requisito de supervivencia que todos, conservadores y progresistas, debemos incorporar cuanto antes a nuestro ideario de seres humanos.