Breve historia de un largo naufragio: Alberto, un hombre que durante su juventud siempre había sido una locomotora con piernas, siempre dispuesto a ir vía adelante sin detenerse ante nada ni ante nadie, pasando como una exhalación por las estaciones en busca de nuevos horizontes y paisajes en permanente fuga, se paró en seco a los 50 años, justo al medio siglo de su acelerada existencia, como si tantas prisas sin pausas le hubieran dejado exhausto, sin ganas ni fuerzas para seguir cruzando fronteras. Y Marta, que durante sus 30 años de matrimonio con Alberto había viajado cómodamente en el salón restaurante, disfrutando en calma del viaje aunque se sintiera sola y echara de menos compañía a la hora de comer o mirar por la ventanilla, sintió de repente, quizá por el contraste con la velocidad decreciente de él, unos deseos irrefrenables de acelerar su existencia, de abandonar la posición de espectadora más o menos plácida y pasar a la acción. Pensar en la emoción. Y más importante que los deseos empezaron a ser las necesidades de quitar las telarañas a sus inquietudes, de tirar todo el equipaje acumulado por la ventanilla después de romper el cristal para respirar mejor, sentir en su piel la caricia tentadora de aires nuevos. Cansada de ese ritmo cansino y protector, Marta quiso saber lo que se sentía llevando el control de la máquina, y cuando su marido cortó con todo (su trabajo frenético que le convertía en cliente supervip de las líneas aéreas, sus ambiciones siempre hambrientas) decidió que había llegado su momento de independencia y escapó de la cajita de música en la que vivía para dejar de ser una bailarina condenada a girar y girar y girar siempre con la misma música dulce perforando sus oídos. Y una mañana, mientras Alberto mimaba con cuidado exquisito y lentitud despojada de tensiones un bonsái necesitado de cariño, Marta le dijo que se iba. No tardes, princesa, dijo él, y ella le mandó días después una postal desde Tokio.