Un ex alto cargo del Gobierno de Jaume Matas (PP) en Baleares, para el que el fiscal pide 14 años de cárcel por supuesta malversación de caudales públicos, justifica sus actos en la circunstancia de estar poseído por una «euforia obsesiva de gasto y grandiosidad» que no podía reprimir. Al menos eso argumenta su defensa, que intenta convencer al juez de que su cliente, Damián Vidal, profesor universitario de Informática, es un enfermo bipolar con fases hipomaniacas y maniacas, y por tanto hay que eximirlo de responsabilidades penales o, al menos, atenuárselas. Y, para confirmar ese perfil de enajenado mental, añade el dato de que proyectó un prototipo de submarino totalmente innovador, tradujo 25 pleitos medievales para justificar la propiedad exclusiva de un enorme castillo familiar, redactó simultáneamente varios libros y puso en circulación un blog de filosofía y otro sobre patrimonio. Una actividad frenética que sólo puede responder a un desarreglo psiquiátrico profundo. Además de eso aportó la defensa el testimonio del médico que le trata desde su encausamiento, al que, al parecer, confesó que se sentía tocado por la mano de Dios. No parece un argumento que pueda conmover a un juez experimentado. Sentirse tocado por la mano de Dios no tiene por qué impulsarnos indefectiblemente a una actividad delictiva o a ganarnos fama de loco.

Antes que el señor Vidal también dijeron haber sentido sobre sus carnes la mano de Dios algunos santos, beatos y místicos españoles como Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y, más recientemente, San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Otra cosa es cómo saber si la mano que nos toca es la de Dios o si el toque dado en alguna parte del cuerpo, o de alguna forma especial (no es lo mismo un pellizco que un puñetazo), quiere significar algo, impulsarnos a hacer alguna cosa o abstenernos de ella. Suele ser propio de las personas que nos quieren dar un toque de atención para avisarnos de algún peligro que nos acecha, incluso con un codazo discreto o con una patada por debajo de la mesa. Y supongo que Dios también lo hace. Por eso mismo no deja de extrañarme que al señor Vidal Dios lo haya tocado para incitarle a delinquir usando la tarjeta de crédito de la empresa pública de la que era gerente y retirar para sí hasta setecientos mil euros. No entiendo mucho de estos tocamientos llegados del otro mundo, pero sospecho que más que Dios bien pudo haber sido el Diablo el responsable de la provocación.

Fuere lo que fuere, hay que reconocer el ingenio del presunto corrupto y de sus abogados al plantear esta disculpa ante el juez. A ninguno de los muchos que hemos ido conociendo estos últimos años se le ha ocurrido esa salida de pata de banco. Lo habitual entre los corruptos aquejados por ese misterioso virus que provoca «euforia obsesiva por la grandiosidad» es atesorar objetos caros y excentricidades de todo tipo. Como ese Roca que asesoraba a la Corporación de Marbella. Cuando la Policía entró en su domicilio para registrarlo encontraron en el salón un tigre de Bengala adulto metido en una jaula. O ese Dorribo, empresario lucense que acusa de corrupción a varios políticos para defenderse de la que le imputan. Dorribo compró 16 barcos de lujo, tiene más de 200 automóviles de alta gama, valiosas antigüedades y hasta colmillos de elefante. Un toque hortera que no cabe atribuir a Dios.