El Gobierno acaba de anunciar la aprobación de un proyecto de ley que suprime la Comisión Nacional de la Energía, la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones, la Comisión Nacional del Sector Postal, la Comisión Nacional del Juego, la Comisión de Regulación Económica Aeroportuaria, el Consejo Estatal de Medios Audiovisuales, el Comité de Regulación Ferroviaria y la Comisión Nacional de la Competencia, refundiéndolas en una única Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia.

El cambio supone, por de pronto, un ahorro importante, porque, para empezar, el número de vocales o miembros de la nueva comisión es similar al de una sola de las nueve que se refunden. Además, cada una de esas comisiones tenía que buscar su propia sede, que hubo que adquirir o alquilar (piénsese, en el caso de Asturias, en la Procuraduría y la Sindicatura de Cuentas), sin que ello supusiera nunca el desalojo de las oficinas donde trabajaban los funcionarios que se encargaban de esas mismas funciones antes de la creación de las correspondientes comisiones. En todo caso, el sistema de múltiples «comisiones» desgajadas de la Administración pública ordinaria constituye un modelo organizativo más caro al tratarse, de entrada, de órganos colegiados (a diferencia de los Ministerios y Direcciones Generales), cada uno de los cuales se dota de una estructura nueva sometida a normas especiales respecto a las generales de la Administración, con los riesgos que siempre se producen con la aparición de «entes», «empresas públicas», etcétera.

La proliferación de estos llamados «reguladores», que ven cortada abruptamente una «marcha triunfal» que fue multiplicando su número y que llegó a su apogeo en 2011 con la ley de Economía Sostenible, que creó ella sola una porción de ellos (pese a aprobarse en plena crisis), constituye un sorprendente caso de papanatismo jurídico que interesa dar a conocer. Los únicos asuntos realmente serios en los que está plenamente justificada la creación de órganos especializados cuyos titulares, aunque nombrados por el Gobierno o por el Parlamento, dispongan de un cierto blindaje frente a las presiones políticas son la política monetaria y los medios comunicación de titularidad pública, en especial la televisión. No es bueno que los gobiernos tengan en sus manos la máquina de imprimir billetes, porque pueden tender (como ha sucedido tantas veces, sobre todo en estados subdesarrollados) a utilizarla para pagar sus propias ocurrencias, con el inevitable resultado de inflación, devaluación y empobrecimiento. Con todo, en la actualidad vivimos en Europa circunstancias tan raras y excepcionales que el Banco Central Europeo, que es el titular de la máquina de imprimir billetes, es menos reacio que algunos gobiernos (como el alemán) a utilizarla para ayudar a la economía, sabedor de que una austeridad excesiva y demasiado rápida podría provocar daños peores que la inflación. En cuanto a las televisiones públicas, la elección de sus máximos dirigentes por mayoría reforzada, como se hace actualmente en muchas de ellas, parece la única forma de evitar el espectáculo nada edificante de su descarada utilización partidista, que tantas veces se ha producido en el pasado y en el que, desde luego, no tiene ninguna justificación que se siga gastando dinero en esta clase de cadenas.

Pero de ahí a crear una comisión nacional (y en algunos casos, como el de la competencia o la protección de datos, numerosas comisiones autonómicas) para cada sector de la economía y para múltiples materias y funciones media un abismo que en los últimos años se cruzó de manera entusiasta, creándose numerosas «vocalías» que se convirtieron en chequera para los partidos políticos, acompañadas de un buen número de plazas de empleo público cubiertas, casi siempre, al margen de los mecanismos reglados de la función pública.

La excusa ha sido, en no pocos casos, la liberalización de los sectores de la economía, pero con frecuencia resulta inaceptable, porque hay sectores como el juego, los servicios postales, los aeropuertos, el ferrocarril o, si se me apura, la energía en los que la liberalización sólo existe en el papel, pero ha servido para justificar la creación de una comisión nacional. Además, ¿por qué no se pueden gestionar las actividades liberalizadas desde la Administración ordinaria y hace falta crear una comisión u organismo «regulador»? La Administración no se limita a gestionar monopolios, que apenas existen ya, sino que desde siempre ha intervenido en actividades liberalizadas como pueden ser la industria en general, el turismo, el comercio, etcétera. Teóricamente estos organismos se crearon cuando todavía existían empresas públicas (Telefónica, Endesa, Repsol, etcétera), para evitar que el Gobierno tomara partido por esas empresas frente a las privadas que comenzaban a participar en esos sectores recién abiertos a la competencia. La realidad vuelve a desmentir el argumento, porque una vez privatizadas todas esas empresas no sólo no han desaparecido los «reguladores», sino que han seguido multiplicándose. Además, hay otros campos como el de la protección de datos, en el que no hay ninguna razón importante para establecer un organismo nuevo, separado de la Administración, desde el momento en que se trata fundamentalmente de atender conflictos entre particulares y sólo muy tangencialmente entre éstos y la Administración.

Se dirá que en algunos de estos casos la creación del ente en cuestión viene exigida por el Derecho comunitario, pero, con independencia de que ello no es siempre así, y de que existen muchas formas de cumplir el mandato comunitario, conviene dejar de asumir acríticamente todo lo que viene de Bruselas, porque las normas comunitarias están tan sometidas a crítica como las demás. Por otro lado, es significativo que en sectores como el de la energía, telecomunicaciones, protección de datos, etcétera, se hayan creado organismos reguladores con generosidad, mientras que a la hora de atender las reclamaciones de los empresarios contra las adjudicaciones de contratos públicos, en las que el Derecho comunitario también reclama una instancia independiente, se hayan hecho todo tipo de contorsiones, primero para retrasarla y después para no encomendar esa misión a los jueces, únicos que pueden ofrecer una tutela eficaz e independiente.