Entre todos los argumentos a favor de la enseñanza pública, me parece el más convincente aquél que se basa en la observación de que los niños no sólo se desenvuelven en el ámbito de su familia, si no que, inevitablemente, van a relacionarse y, también, tener algún conflicto con los vecinos. Es decir, la educación no es, ante todo, un tema privado, sino público. Pudiera darse una familia que aspire a que su hijo sea un buen carterista, o que aprenda a desguazar bancos desde dentro y sin violencia, como es moda. El educador debe depender y estar pagado de fondos públicos por el «pritaneo», es decir, por la Administración, como proponía Sócrates hace 25 siglos.

El segundo gran argumento a favor de la enseñanza pública son los educadores eminentes, que aparecen ante los niños no como servidores de un grupo de familias, sino de toda la sociedad, del Estado.

Recientemente, aparecía en LNE (19-5-2012) la esquela de don Julio Antolín Paisán, «maestro nacional jubilado», fallecido a los 97 años. Ya el mantener el nombre de maestro nacional, en vez de un neologismo más pretencioso, nos da una idea de la autenticidad y rigor de don Julio. El Conde de Romanones, sagacísimo político de la Restauración, consideraba que si un político no podía o no quería atender una petición de subida de salarios, debería, a cambio, añadir un galón a cada cuerpo de funcionarios. Este método de Romanones ha sido tan profusamente seguido por la Administración que el Gobierno actual tiene muy difícil el poder continuar con su práctica. Así, hoy, los peritos ya se llaman ingenieros; los aparejadores, arquitectos; los maestros, profesores, y los profesores de bachiller, profesores de Universidad en cuanto dan un par de clases como asociados. Don Julio Antolín mantuvo siempre el orgullo de ser nada más, pero nada menos, que maestro. Y así ha sido visto por todos sus alumnos. Uno de éstos, Fernando Ariznavarreta, profesor de la Escuela de Minas de Oviedo, expresó en la sección cartas de LNE de 23-5-2012 el gran pesar de los antiguos alumnos de don Julio por la muerte del «querido maestro»; «para nosotros -escribió Ariznavarreta- era y será siempre el maestro». Acostumbrados a admirar los pináculos y flechas de las catedrales, tendemos a olvidar la importancia de los cimientos. Max Scheller diferencia entre los valores básicos y los superiores. Los maestros como don Julio Antolín ponen las bases para que los niños desarrollen un sentido crítico, solidario y responsable en sus vidas. Si un tsunami se llevara a todos los pedagogos teóricos de este país, fuera del ámbito familiar su desaparición no causaría el dolor que ocasionó el fallecimiento de don Julio Antolín en sus antiguos alumnos repartidos por el mundo, desde la Universidad de Oviedo hasta Harvard. Su figura, menudo de cuerpo pero con un espíritu gigante, con tanta autoridad moral que no necesitaba nunca mandar callarse a los alumnos, recuerda a Sócrates, patrón de todos los maestros que lo han sido en este mundo.

Promovido seguramente por algún alumno de don Julio, un premio fin de carrera de Magisterio lleva el nombre del inolvidable maestro.

Don Julio Antolín es un ejemplo de lo que puede ser una buena enseñanza pública que, sin adoctrinar a los alumnos, y apoyándose en el conocimiento del mundo actual, pero también en los clásicos, promueva el desarrollo de espíritus cultos y libres.