Acaso el lector recuerde un excelente y bien fundamentado artículo del magistrado Suárez-Mira aparecido en este periódico el mes pasado sobre el «caso Urdangarín». En él, lamentaba su autor la creciente acometividad mediática contra el esposo de la Infanta Cristina sin respetar la presunción de inocencia y antes de que hubiera una condena por sentencia firme, posición que comparto del principio al fin. Y no por una simpatía especial a esa persona ni tampoco porque me sienta muy afín al hecho monárquico, pues en cosa de Reyes prefiero a los Magos de Oriente. Pero hemos de ser posibilistas.

Los últimos episodios que afligen a la Familia Real española, incluido éste, hacen pensar en un nuevo «annus horribilis» como el que hace algún tiempo padeció la familia real británica. Ciertamente, y salvando con reservas a Carlos III y al mismo don Juan Carlos, tampoco la dinastía borbónica ha dado muchas satisfacciones a este país. Pero reconozcamos que la metamorfosis del régimen hace un tercio de siglo no parece que tuviera otra salida fiable, como válvula de seguridad, que un Rey ya preestablecido.

No se puede negar que casi toda nuestra izquierda mantiene un latente republicanismo que aflora con fuerza en ocasiones como ésta, cuando los acontecimientos debilitan el prestigio del régimen monárquico. Incluida, claro está, la humillante figura de un Rey cariacontecido lamentando su última picardía con la promesa de que no ocurrirá de nuevo, como si fuera un colegial escribiendo cien veces en la pizarra: «No volveré a cazar elefantes sin permiso». Confieso que la escena me ha parecido lamentable, aunque disienta de la opinión general.

Cabe suponer que don Juan Carlos confiaba en que su cacería pasaría desapercibida, pero su osteoporosis le ha jugado una mala pasada. Se supo hace tiempo que había estado en la caza de osos en Rumanía y de búfalos en África. Yo no pondría la mano en el fuego para asegurar que no hubiera habido otras aventuras cinegéticas o de otro carácter de las que no se nos ha informado. Pero también pregunto si tal información se nos debe de justicia y si, en el caso que nos ocupa, lo sabían quienes tenían que saberlo por sus altas responsabilidades de Gobierno.

Don Juan Carlos ha asumido el juicio desfavorable de la calle a su cacería de elefantes, propiciado a su vez por el rampante amarillismo en auge, tan patente en el caso a que aludía el comentario citado al principio. No trato de defender al Rey, pues yo mismo he censurado esta escapada, «perpetrada» precisamente en tiempos de tribulación: Urdangarín, el niño de la Infanta Elena, la crisis económica, el conflicto con Argentina, las sospechas de disensiones en el seno de la Familia Real...

De otro lado, me parece superfluo y cruel el abatimiento de mamíferos superiores por simple diversión. Ahora se nos dice que en el país africano sobran miles de elefantes (nada se dice de sus colmillos), lo que no se compadece con lo que casi desde niños se nos viene alertando sobre estos animales «en peligro de extinción».

Admitamos, por otra parte, que los integrantes de la realeza, aunque se dice que son de otra pasta, imbuidos como están de su convencional superioridad -o tal vez precisamente por eso-, son también de carne y hueso, no perfectos, tienen pasiones, tendencias y supongo que de vez en cuando la tentación de romper el rígido protocolo y las férreas servidumbres de su rango -que es el precio de su posición de privilegio- en busca de un poco de oxigenante libertad. A veces exigimos a los demás lo que no nos exigimos a nosotros mismos.

Si es verdad, como se ha dicho sin encontrar demasiado eco, que el Rey fue invitado a las jornadas de Botsuana «gratis et amore» y que entre las escopetas participantes estaba la de alguien muy influyente para los contratos de grandes obras en Arabia de empresas españolas, su viaje privado con un séquito elemental habría tenido también una dimensión pública y, sin duda, positiva para los intereses españoles.

En cualquier caso, la chuletilla que le prepararon a don Juan Carlos y que llevaba memorizada a la salida de la clínica me ha parecido una claudicación que menoscaba el indispensable prestigio de la institución. No es que yo patrocine un «sostenella y no enmendalla», pero tampoco la humillante autoacusación («lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir») en la que, por cierto, no pidió perdón como se ha escrito.

Queramos o no, el Rey es la clave del arco y erosionar su figura es hacerlo con el sistema mismo. No estamos para experimentos.