Una de las columnas vertebrales de este periódico es Luis María Alonso, cuyo aspecto juvenil trastorna la realidad de un personaje culturalmente denso, polivalente, como diría un moderno, capaz -como los buenos periodistas- de tocar casi todos los palillos. Discurre con pareja soltura por los escollos de la actualidad, la historia, el injusto olvido de un autor, una narración; por la peripecia intemporal, de la que parece haber sido testigo, por la anécdota oportuna o el recuerdo de la mujer o el hombre que algo notable hicieran.

Este domingo me sorprendió el tema de su sección de gastronomía y concomitancias, dedicada a un individuo a quien conocí y traté. Se trata de Ramón Cabau, propietario que fue de un restaurante, en Barcelona, que estuvo en la primera línea de atención entre los gastrónomos. El lugar se llamaba Agut d'Avignon y se encontraba en un callejón esquina a la calle de Aviñón, donde estuvo el prostíbulo que retrató Picasso con sus señoritas peripatéticas. Cabau fue farmacéutico de profesión, se casó con la hija del dueño de una popular casa de comidas en el barrio de la Boquería y cambió de actividad; la probeta por el cucharón. Era hombre flaco, nervioso, con un enorme mostacho pelirrojo, como sus cabellos. Aquel popular merendero le incitó a levantar un local para sibaritas, hacia lo que le empujaba su formación de boticario ducho en la receta, el enjuague, la mezcla y el resultado salutífero y sabroso.

La esposa reinaba en la cocina y las dos hijas ayudaban en las mesas y las cuentas. Por esa vereda le conocí, pues uno de mis mejores y más queridos amigos barceloneses era el excelente escritor, periodista y gastrónomo Néstor Luján, que vivía una existencia envidiable en un gran piso en la Diagonal, con sus dos tías, a las que, por un lado, mantenía y a cambio disfrutaba de sus exquisitos cuidados, pues ambas adoraban al sobrino intelectual.

La auténtica debilidad de Néstor y su secreta maestría era el profundo conocimiento de la literatura y la vida francesas de los siglos XVII y XVIII, incluida la inercia por la buena mesa. Frecuentó el restaurante Agut y cayó rendidamente enamorado de la hija menor, a la que familiares y amigos llamamos Tin, guapa, menuda, sensible, que aceptó el galanteo del ya maduro escritor y se casó con él. Durante el largo noviazgo Néstor cenaba casi cada noche allí, donde forjó buena amistad con el estrafalario dueño. Y allí llevaba a comer a los amigos, razón para que por allí pasáramos con frecuencia no sólo los paisanos y colegas barceloneses, sino los grandes amigos que Néstor iba haciéndose hasta ser íntimos, como Álvaro Cunqueiro y, creo, modestamente, yo mismo, de cuya hospitalidad disfrutábamos.

Cabau era moderadamente feliz con su restaurante, pero parecía añorar el destartalado negocio del suegro. Le picó la oscura avispa de la melancolía, que fue ganando su carácter abierto y bromista. Y quiso poner un exótico fin a su vida. Según creo recordar, se tomó una dosis letal de cianuro, en la Boquería, donde su padre político tenía un restaurante, y paseó una larga y dolorosa agonía entre las mesas, negándose a recibir auxilio. Lo demás es como nos lo contó Luis María Alonso. Curiosos ejemplares de esta especie humana.