Traumática es la situación de las personas ante el desahucio de su vivienda, pero también lo es el «desahucio del trabajo», esto es, el despido, que día a día se incrementa tanto en el sector público como en el privado. Ambos mundos comparten que cuanto mayor es la organización (banco, empresa de seguros, municipio, empresa aérea, ente estatal, etcétera) mayor es el bloque de afectados y más brilla por su ausencia la solidaridad entre los compañeros (el grito de alarma de «las mujeres y los niños primeros» suele convertirse en «primero despidamos a los temporeros»).

Lo cierto es que a la hora de conservar o perder el empleo, «quien tiene padrinos, se bautiza», o sea, que quien cae en gracia de la patronal por vínculos a veces notorios y a veces inconfesables se libra del destierro al planeta gris de los desempleados. Sin embargo, en el mundo de las administraciones públicas y en el sector público (sociedades de capital público y fundaciones), esa selectiva arbitrariedad es más sangrante, puesto que al fin y al cabo hablamos de organizaciones que son de todos los ciudadanos (o al menos las financiamos) y donde no debía aplicarse un criterio sectario para beneficio de unos pocos (intereses políticos, clientelares, de grupos organizados, etcétera).

Es difícil de corregir, pero algo habrá que hacer para evitar que administraciones o entidades públicas de idéntica dimensión y competencias, con similar presupuesto, apliquen el bisturí de los ERE o despidos colectivos con muy distinto alcance, pues aunque muchos son los inicialmente llamados, lo más triste es que los pocos expulsados suelen ser «elegidos». Basta pasear por los pasillos de ayuntamientos, administraciones autonómicas o entidades públicas que estén tramitando un expediente de despido colectivo para comprobar el zumbido de rumores, el tejido de conspiraciones, las listas negras oficiosas de víctimas y las de blindados, el tráfico de influencias? Terrible la zozobra y terrible la injusticia cuando se comprueba que «unos sí y otros no», que unos «caen en gracia y otros son desgraciados».

Al estilo americano, el trabajador público despedido suele encontrarse con una caja de cartón recogiendo enseres y papeles, y dejando informes, trabajos y expedientes a medias. Los trabajadores dejan sus útiles de trabajo y uniformes. Tristísimo el día después del despedido, aunque sea con una indemnización en el bolsillo («pan para hoy y hambre para mañana»). Pero lo peor en el ámbito público, cuando alguien es temporal o interino y ha superado la cincuentena, es la paradoja de que pese a haber cosechado trienios de experiencia administrativa, se enfrenta de nuevo a un mercado laboral que además es hostil porque en el mundo privado (por prejuicios históricos contra el funcionariado) no es la mejor carta de recomendación exponer que se ha prestado servicio para la administración pública.

Ojalá me equivoque, pero da la sensación de que el Derecho en España funciona a remolque de siniestros. Lejos queda el tsunami de reglamentación de discotecas tras el desastre masivo de la discoteca Alcalá 20 de Madrid; más cercanos son los muertos en el Madrid Arena que han determinado la revisión de la legalidad de los espacios públicos ofertados para fiestas; o los suicidios de algunos desahuciados que han provocado la adopción de soluciones jurídicas a hipotecas terminales. ¿Algún día alguien se quemará a lo bonzo o actuará al estilo de la masacre de Columbine para denunciar la injusticia de un despido abusivo y arbitrario?

Lo cierto es que el desahucio se ha puesto de moda e inunda los titulares mediáticos, pero el concepto va más allá del caso típico de la vivienda. Hemos asistido a desahucios anecdóticos (el de los fumadores de los bares), desahucios tristes (el de los extranjeros que se van de nuestro país con una mano delante y otra detrás), desahucios educativos (el de titulaciones universitarias sin alumnos), desahucios culturales (infraestructuras de cultura huecas de visitantes) o desahucios de servicios públicos (la Sanidad o la Justicia, ante la implantación de tasas unido a la oferta de menores servicios y mayores tiempos de espera).

Sin embargo, creo que hacen falta más desahucios. Al igual que Jesucristo expulsó enérgicamente del templo a los mercaderes, no estaría de más que llegase la hora del desahucio de los mercaderes de las ilusiones (banqueros sin escrúpulos) y de los políticos corruptos o ineptos. Ya es hora.

En este punto, no dejo de admirar el recientísimo caso del juez del Tribunal Supremo de Brasil, Joaquim Barbosa, que ha condenado al ex ministro del país, José Dirceu, a diez años de prisión por hallarle culpable de corrupción activa y asociación criminal por la red de sobornos, así como seis y ocho años para el ex presidente del Partido del Trabajo y su ex tesorero, respectivamente.

No parece que en España prosperen medidas similares de ejemplaridad penal. Quiero creer que tenemos menos casos y menos sangrantes, aunque también intuyo que las redes legislativas contra los sinvergüenzas se rompen con grandes tinglados y abogados enredadores que se aprovechan de nuestro hermoso Estado de derecho, sin que las fuerzas políticas del país antepongan el consenso frente al botín y regocijo de los canallas. Quizá los españoles en cuestiones políticas estamos desahuciados, pero en sentido médico, esto es, como enfermos que no tienen la posibilidad de curación.