Confieso que me costó acostumbrarme a llamar restauradores a quienes regentan restaurantes, pero más llamativa me resulta la calificación utilizada por algunos pretenciosos bufetes de abogados como «boutiques del derecho». En los últimos años tal expresión va ganando adeptos, no solo en sus tarjetas de presentación («business card», las llaman), sino en sus anuncios profesionales, directorios de abogados o foros jurídicos, e incluso la prensa económica. Subyace en esta práctica un narcisismo ansioso por rodearse de la aureola de «aristocracia del derecho», ofreciendo esa denominación como rasgo que advierte de unos servicios propios de las tradicionales boutiques, o sea, servicios selectos, de lujo y no para cualquiera.

Lo de «despacho» les queda lejos, lo de «bufete» les queda corto, pero lo de «boutique» no solo es un galicismo más chic, sino que les da un toque internacional y de modernidad que hace un guiño a los competidores y clientes sobre su oferta de servicios jurídicos caracterizados supuestamente por abogados de alto standing, especializados, comprometidos y eficaces. Normalmente el cliente, tras ser atendido por personal de cortesía, asiste a una puesta en escena magnífica cuando el abogado estrella se ofrece tan deslumbrante como Cleopatra ante Julio César envuelta en una valiosa alfombra desenrollada a los pies del romano.

Ciertamente, se trata de una práctica legítima, pues en un contexto de crisis económica la posibilidad de acudir a los Tribunales se está convirtiendo en artículo de lujo, porque cuesta no solo en términos de tiempo y zozobra, sino en dinero. Y es que por lo general, salvo en el ámbito penal, poder llamar a las puertas de los tribunales y atravesar su solemne umbral somete al litigante al peaje de unas tasas judiciales desproporcionadas a las que se suman los honorarios del abogado y el procurador, todo ello bajo la espada de Damocles de tener que pagar las costas procesales (propias y ajenas). El atribulado cliente quiere rentabilizar tan enojosos gastos, y por ello la bandera de «boutique del derecho» le infunde confianza y garantías bajo un claro mensaje subliminal: «Esto no es una iglesia modesta, sino una catedral, y usted sabe la diferencia».

Aunque tal denominación otorga un mágico halo, posee el efecto placebo propio de algunos medicamentos, pues ni mejora ni perjudica la real aptitud del bufete, y de hecho buena parte de los que se colocan tan llamativo rótulo poseen un bien ganado prestigio, pero no quieren quedarse atrás en la feria de las vanidades.

Pero lo curioso es que tan noble etiqueta está disponible para quien quiere libremente usarla, sin que exista autoridad o prueba que acredite objetivamente el derecho a ello. Tampoco hay que pagar tasa por ese oficioso marchamo. Por eso, aunque afortunadamente existe autorregulación del mercado y modestia en la inmensa mayoría de los abogados, esa bandera amiga a veces se convierte en una bandera pirata, y el cliente que subió al buque de lujo comprueba que pagó pasaje de primera para utilizar camarote de tercera, servido por el grumete, mientras observa por el ojo de buey cómo otro pasajero con el mismo destino acomete en barco más modesto el mismo viaje, incluso a mayor velocidad, y con trato personalizado del capitán.

En paralelo, como castizo ejemplo del «quiero y no puedo», para ser o parecer «boutique del derecho», tampoco faltan pequeños bufetes que solucionan su complejo con impresionantes webs profesionales donde se oferta un nutrido equipo de abogados con jerarquía cuasi castrense (senior, junior, asociado, etcétera), con una relación de especialidades desglosadas hacia el infinito, acompañando un mapamundi con su implantación internacional, pese a que tras las bambalinas se encuentran tan solo uno o dos modestos abogados con despacho compartido que buscan el atajo hacia el éxito ofreciendo un espejismo a los potenciales clientes.

Pues, bien, sobran tanto los títulos de papel como los juegos florales de autobombo profesional. Es cierto que en las pasadas décadas había una gran distancia entre el pequeño despacho, artesanal y tirando de Aranzadi en papel, con clientes llamados por su nombre de pila, y el gran bufete de nombre lustroso y dotado de equipos de letrados y pasantes, así como recursos informáticos y bibliográficos para atender a infinidad de clientes anónimos.

Sin embargo, hoy día las distancias se han acortado notablemente gracias a la tecnología y bases de datos legales y jurisprudenciales al alcance de todos, de manera que la mejor garantía para afrontar con éxito un litigio es que el abogado tome el caso con cariño, estudie el asunto como propio y que cuente, claro está, con sólida formación y ese talento personal que permite descubrir la decisiva argumentación, interpretación o identificación de la norma. Aquí cobra valor lo dicho por Unamuno sobre las limitaciones de la Universidad: «Lo que natura non da, Salamanca non presta». En otras palabras, la clave del éxito no radica en el pedestal o en la denominación y publicidad del despacho profesional, sino en las virtudes personales del abogado capaz de aglutinar la curiosidad de un gato, la tenacidad del bulldog, la astucia del lobo, la lealtad del caballo y la nobleza del halcón.

Por eso, parodiando en relación con los abogados un conocido cuento clásico que comenzase diciendo «Érase una vez un abogado que puso un despacho, otro abogado que puso un bufete y un tercero que abrió una boutique del derecho», posiblemente terminaría con un lobo soplando, sin intimidación alguna por el rótulo, pero que solo conseguiría derribar las puertas de aquéllos que pusiesen menor empeño y habilidad personal en sujetarlas.

Ya los clásicos avisaban de que «la barba no hace al filósofo», lo que en la Edad Media se adaptó como «el hábito no hace al monje», y ahora podríamos decir que «la boutique no hace al abogado». ¿Como reconocerlo? Difícil respuesta. No puedo dejar de recordar aquél diálogo del episodio de radio de «Los Hermanos Marx» en que Groucho encarna a un abogado, y el nuevo cliente le confiesa: «Un amigo mío me dijo que era usted un buen abogado», y éste le responde cínicamente: «Pues no debe ser tan amigo».