Ese entorno físico en el que uno se mueve cuando ejerce su oficio, ese a veces noble y otras veces denostado oficio, es mucho más que las paredes que nos acogen, el sillón donde dejamos caer nuestras posaderas o el ordenador en el que tecleamos, con la esperanza de algo más que ser leídos, con la íntima esperanza de ser reconocidos al menos un poco. La casa del escritor, si uno tiene esa suerte, es la recopilación de toda una vida depositada en los libros, los cuadros o fotografías u objetos de distinta índole que conforman recuerdos de otros instantes, pero, sobre todo, son los jirones de nuestras esperanzas o desolaciones que aún cuelgan de las paredes como el humo del cigarrillo perdura unos segundos en el aire después de ser exhalado, las que marcan el texto que intentamos construir.

Esta casa de la que hablo es, en la mayoría de las ocasiones, algo así como la ropa que vestimos. Algo tan nuestro, tan propio a la íntima psicología, que desnudos de ella seríamos poco más que un habitante mecánico de un espacio físico. Por tanto es muy lógico que el autor, como el pintor en su estudio, como el músico en el lugar donde compone, se aferre desesperado a lo que le rodea, pues si algo cambia o falta en ella, es casi como habernos despojado de muchos de nuestros recuerdos más imprescindibles. Personalmente, he llegado casi en algunas ocasiones a rozar el absurdo más flagrante. Hace un tiempo mi mujer decidió cambiar el ventanal de salón, que después de cuarenta años de permanecer en su lugar, mostraba claros indicios de un deterioro terminal. Pues no pude por menos que quedarme en esa estancia, contemplando cómo los operarios retiraban las viejas ventanas, el carcomido marco de madera y los antiguos cristales que durante tantos años me acompañaron. Y puedo asegurar que sentí una especie de desolación interior, cuando finalizada la obra quedó en su lugar una flamante estructura moderna que ya nunca más mostraría desconchados en la pintura, la pátina ligeramente amarillenta de mi tabaco o ciertos desportillados que mi ojo sabía captar cuando la contemplaba. La evolución había llegado, pero también llegó a mí un regusto de pena y añoranza, por aquel ventanal que fue durante cuatro décadas tan mío y de nadie más.

He escrito en varios tipos de redacciones, en mesas de café e, incluso, en bastantes lugares al aire libre. Nada como el pequeño cuarto -mal llamado del servicio- donde las estrecheces me son ajenas, delante de mí hay una pared con algunos recuerdos y a mis espaldas una ventana, que celada por unas cortinas ligeras, da a un patio de luces. Así nada podrá distraerme, me encuentro en el refugio adorado del final de la vivienda y, sólo mi perro bodeguero duerme cerca acurrucado en su cama nido, a sabiendas él como yo de que la tranquilidad nos dará a los dos unos momentos íntimos bien aprovechados. Y consciente de mis manías, cuando me atasco entre párrafo y párrafo -que suele ocurrir bastantes veces-, siempre me quedará la cocina, donde el aparato de radio desgrana a lo largo de la mañana sus quejumbrosas noticias y donde, para encontrar el hilo perdido fumo un cigarrillo que me de la inspiración que en ese momento me falta. No suelo aparecer por la sala de estar, porque aunque no quiera repetírmelo, sé que sentado en el amplio sofá es cuando soy consciente de mi derrota creadora, aunque ésta sea momentánea. Y para no aburrirles más, confesaré que desde el punto de vista literario, odio los fines de semana con todas mis fuerzas. Son esos dos días -sábado y domingo- cuando el rugido del aspirador va y viene como una amenaza inmediata, una voz puede preguntarte algo en el peor momento desde el marco de la puerta o la mano inesperada armada de una bayeta para el polvo irrumpe por la pantalla y el teclado dando al traste definitivo con todas tus buenas intenciones, que no son otras que dejar la tarea conclusa y terminada.