La suerte de adivinación denominada alfitomancia consiste en darle de comer a un sujeto -en obligarlo, vamos- pan de cebada. Obviamente, se utilizaba -ya no- como una especie de interrogatorio y juicio todo de una vez. Si el tipo en cuestión desarrollaba una digestión normal, era inocente y las acusaciones volaban. Si la digestión resultaba patológica -por ejemplo, si vomitaba-, la asquerosa señal indicaba culpabilidad. Una gastrología, una especie de juicio de Dios de los restauradores.

La práctica no era ingenua, claro. Apelaba al más allá -fuese apropiado o no, ésa es ya otra cuestión- y permitía lo que ustedes ya estarán pensando: durante los ritos y conjuros previos se añadían al pan determinadas hierbas tóxicas que producían irremediablemente digestiones de caballo y la consiguiente declaración de culpabilidad. Si se pretendía absolver al reo, se le daba pan sin más y, hala, para casa libre como un pez.

Decía antes que la alfitomancia ya no se estila, pero con las innovaciones que se quiera y los disimulos consiguientes estamos asistiendo a una suerte de proceso y juicio, todo en uno, y con métodos que rozan la metafísica: todos a la espera de que el asunto cristalice cuando los sospechosos se derrumben según, mismamente, una diarrea formidable, ya que no cabe señal más elocuente.

Me refiero claro a Bárcenas y compañía. ¿Resistirán? Es evidente que nadie quiere que Rajoy caiga -sería sumar un terremoto a una catástrofe-, así que el pan de cebada -envenenado, de eso no hay duda- tendrá que ser inteligentemente dosificado para que el hipotético justiciable no se vuelva impepinable ajusticiable y ponga perdido el cementerio político.