El lunes de la semana pasada los ilustres dirigentes de las tradicionales universidades del Reino Unido tuvieron un escalofrío. No se trataba de los síntomas de una gripe que hubiera contagiado a un cónclave de rectores, sino de una noticia de prensa. El Instituto de Investigación de Políticas Públicas difundía un informe que titulaba «Llega una avalancha». El documento, elaborado por tres eminentes analistas universitarios, concluía que «la tradicional Universidad multiusos, con una variada combinación de grados y un programa de investigación modestamente eficaz, ha llegado a su fin».

Hasta ahora, han sido muchos quienes han profetizado el desastre del mundo académico como lo conocemos hasta ahora, al igual que ha ocurrido con la implacable transformación de la banca, la industria audiovisual o los medios de comunicación. Sin embargo, pocos se han atrevido a hablar tan claro como el equipo coordinado por sir Michael Barber: «Creemos que es necesaria una transformación profunda, radical y urgente en la Educación Superior. Nos tememos que, tal vez como resultado de la complacencia, la precaución o la ansiedad o una combinación de las tres, el ritmo del cambio sea demasiado lento».

La amenaza más importante para el mundo académico de habla inglesa -nos dice el informe- vendrá de la Universidad global norteamericana y de sus «colleges con ánimo de lucro». Un ejemplo, para alejarnos de la clásica referencia al MIT: algunos cursos en línea de la Universidad de Phoenix han llegado a tener más de 600.000 estudiantes en docenas de países, aunque sus procedimientos de admisión dejaban bastante que desear y dieron lugar, en la década pasada, a una severa multa de diez millones de dólares por pagar incentivos a los reclutadores de alumnos.

¿Qué pueden hacer las universidades para alejarse del modelo de clase tradicional? Durante décadas, los universitarios españoles estudiaban por el mismo texto: en Derecho Civil a Castán o en Economía a Samuelson y sobrevivían las clases presenciales. Se podía superar holgadamente la asignatura con aquellos manuales, pero la Universidad local mantenía el monopolio de la certificación de los conocimientos. Hoy, la globalización, la red o la velocidad de las telecomunicaciones y la calidad de los contenidos suponen una amenaza, porque esa certificación local quizá sea menos valiosa o necesita complementarse con una costosa formación especializada. Aparece el negocio para enseñar (¡gratis!) y, tras un módico precio, certificar que has seguido a distancia unas materias o incluso (aumentando el precio) que has obtenido un diploma por superar unos exámenes en línea.

Los mejores profesores pronto tendrán sus cursos disponibles produciendo eso que el informe británico denomina el «efecto Ronaldo», donde las estrellas de la academia pueden «fijar sus propias condiciones y llevar su marca y su reputación al mejor postor como sucede con los deportistas de alto nivel».

Resulta curioso contrastar el informe británico con el presentado el mes pasado en España por la Comisión del Ministerio de Educación, muy centrado en aspectos organizativos internos y destinado a fundamentar la inminente reforma legislativa de la Universidad española.

Muchos opinan que el éxito del sistema universitario estadounidense tiene poco que ver con la calidad de la educación formal y mucho más con las relaciones humanas de sus campus, cultivadas en múltiples actividades. ¿Eso pasa por internet? Las amistades y las conexiones que se conforman en los costosos «colleges» determinarán las futuras oportunidades de empleo. Hasta se tiene especial cuidado en distribuir los compañeros de habitación para conectar a los nuevos estudiantes con otros de diferentes orígenes, cultivando la apreciación de las diferencias. Facebook mismo fue creado por un grupo de compañeros de habitación de Harvard.

Sin embargo, esa misma herramienta permite ahora a los jóvenes universitarios concentrarse en conexiones sólo con gente que piensa como ellos. No falta quien alerta de la dificultad de construir amistades con quienes tienen diferentes creencias políticas, culturales, religiosas o conocer a personas cuyas historias vitales parecen extrañas. Por esa razón, un reciente titular de prensa vaticinaba que «las redes sociales matan la Universidad norteamericana». Por lo visto, internet es culpable de todo.

En definitiva, no sabemos si se trata de una profecía, sueño o pesadilla, pero quizás antes de agotar la próxima década tendrá sentido hablar de una Universidad universal donde todos los alumnos podrán elegir entre todos los profesores y entre todo tipo de formación y marchamo a golpe de tecla, sin fronteras autonómicas ni estatales y donde la autonomía universitaria parezca una reliquia anacrónica. En esa selva de conocimiento el darwinismo académico se impondrá y no sobrevivirán los más fuertes ni los más preparados, sino los que mejor sepan adaptarse a ese nuevo escenario virtual.