Pues qué quieres que te diga, amigo, yo lo entiendo así: somos demócratas por imperativo legal, pero no es algo que digiramos con naturalidad, como esa tapita de aspecto tan suculento que se pasa el día dando vueltas en el estómago, incapaz de procesarla como es debido. La democracia y la libertad no están en nuestros genes, somos nuevos en esto, y sus condiciones nos obligan a luchar contra nosotros mismos, contra el factor intolerante, codicioso y dominante que llevamos dentro.

Nos declaramos incondicionalmente demócratas pero no nos comportamos como tales. Porque la democracia no consiste sólo en acudir al colegio electoral cada cierto tiempo. Es mucho más: es vivir con la convicción de las nuestras ideas, creencias y opiniones tienen el mismo valor que las ajenas; es defender de modo decidido tus derechos como si fueran los míos; es aceptar la diversidad, la pluralidad, la discrepancia. Pero, aunque pretendamos considerarnos unos demócratas ejemplares, en el día a día no nos comportamos como tales. Vean si no lo que sucede en las comunidades de vecinos, en las asociaciones, en los clubes deportivos, en casi cualquier organización humana. El respeto a la voz y el voto del prójimo brilla por su ausencia y todo acaba convertido en una lucha por el poder en la que damos rienda suelta a ese instintivo afán de dominio sobre los demás.

Fíjate en los dos principales partidos políticos españoles; se pasan la vida acusándose uno a otro de conductas antidemocráticas y controlan sus respectivas estructuras con puño de hierro, a años luz de lo que debería entenderse por democracia.

Afortunadamente, el deseo de que Europa nos considerase uno de ellos nos obligó a dar rango constitucional al régimen democrático, al igual que al estado social y de derecho, que incumplimos de modo recalcitrante. Pero si por nosotros fuera, si diéramos rienda suelta a lo que llevamos dentro, nos liaríamos a palos hasta imponer nuestra voluntad, hasta lograr que el discrepante doblara la rodilla, hasta expulsar de nuestros dominios a los que no creen en lo que creemos, no sienten como sentimos o no piensan como pensamos. Es lo que hemos hecho a lo largo de la historia. Así sucede en la mayor parte del mundo y España no es una excepción.