¡Qué confusión, qué cenagal cada día más profundo! Hemos visto la lucha de intereses y pasiones enardecerse cada día, historias estúpidas, comadreos vergonzosos, los desmentidos más descarados, el simple sentido común abofeteado cada mañana. Y hemos terminado por encontrarlo repelente. ¡Cierto! ¿Pero quién quiso que ocurrieran estas cosas, quién les fue dando largas? (Zola)

Sabido es lo que son y han sido siempre nuestros gobiernos. Cuando no quieren, o no pueden, o no saben cumplir lo que la opinión pública les exige, lo falsean todo. La mayoría de los políticos viven del engaño y en él quieren mantenernos a todos, sin darse cuenta de que no es posible idiotizar a los ciudadanos libres que conservan la cabeza en su sitio y un espíritu crítico al cual no van a renunciar»

(Unamuno)

Cierto es, sin margen para la duda, ni tan siquiera para el matiz, que lo más esencial de la democracia es el respeto a las formas y que hay protestas muy legítimas que, según se expresen y se desplieguen, pueden desvirtuar por completo su cargamento de razón. A esto se refería -sin descubrir ningún Mediterráneo- el ensayista Fernando Savater en un artículo a propósito de las movilizaciones que proponen increpar en las proximidades de sus domicilios a los políticos cuyos partidos no están por la labor de paralizar la sangrante cadena de desahucios que se están produciendo en España de forma alarmante. La tesis de Savater no colisiona con el hecho de que, entre las muchas cosas que deben ser corregidas con premura en nuestra vida pública, se encuentra la ausencia de canales de comunicación entre la ciudadanía y sus teóricos representantes políticos.

En más de tres décadas de supuesta democracia que llevamos, el bipartidismo hasta ahora hegemónico no supo o no quiso habilitar mecanismos para que el ciudadano pudiese manifestar su parecer y sus problemas a los organismos institucionales correspondientes. Los expertos en estas lides dicen que en el sistema anglosajón no se producen tales carencias, pues la ciudadanía dispone de medios para ser escuchada, más allá de las movilizaciones callejeras y de la bendita libertad de expresión en los medios.

La crisis está produciendo que la ciudadanía se sienta humillada y ofendida al comprobar cada día que, ante las situaciones cada vez más dramáticas que se están viviendo, la mal llamada clase política sigue parasitando los recursos públicos y que no está dispuesta en modo alguno a renunciar a sus privilegios.

Es decir, no sólo se incumplen todos los contratos programáticos que prometen disminuir el paro y garantizar viviendas dignas a sus conciudadanos, sino que además no dan el más mínimo ejemplo de austeridad. Añadamos a eso que, salvo excepciones, sólo se aproximan a sus representados durante las campañas electorales.

Y, en el caso concreto de los desahucios, no se olvide que estamos hablando de ciudadanos a quienes se les tasó lo hipotecado por parte de la propia entidad bancaria que les embarga la vivienda y que además no los exonera con ello de las cuotas pendientes.

Ante tesituras semejantes, al mazazo sufrido se le añade que, por lo común, no hay cauces de comunicación entre representado y representante, representante político de un sistema cuya llamada Carta Magna habla del derecho al trabajo, así como a una vivienda digna. Así, pues, la desesperación no sólo es comprensible, sino también inevitable.

Ya no se trata sólo de que lo aprobado por el Gobierno esté lejos de satisfacer lo que piden los afectados por los desahucios, sino que, además, ni siquiera se los escucha, ni se los atiende, por la inexistencia de esos cauces a los que nos venimos refiriendo.

Sabemos que los gobernantes no disponen de una varita mágica para solucionar la crisis. Pero eso no impide que se habiliten medidas conducentes a que la ciudadanía se sepa con derecho a ser escuchada no sólo en las manifestaciones y en los medios, sino también en las instancias institucionales, que, por definición, deben estar a su servicio.

En definitiva, compartiendo la premisa de que las formas son esenciales en democracia y no deben ser vulneradas, es inadmisible que no se arbitren medidas encaminadas a que la ciudadanía se sienta con derecho a ser atendida. El no hacerlo supondría un fraude a esa misma democracia de la que se reclaman y proclaman fieles defensores.