Escrache viene de escrachar, que, a su vez, procede del lunfardo, el argot rioplatense. Significa poner en evidencia o denunciar, y es un modismo utilizado con cierta frecuencia por los porteños en Argentina. Creo haberme enterado por primera vez de su existencia en aquellos gloriosos cuentos enigma de Isidro Parodi, escritos por Borges y Bioy Casares y firmados bajo el seudónimo de Honorio Bustos Domecq. La raíz de escrachar puede estar en el popular vocablo italiano scaracciare que los napolitanos utilizan por escupir. Desde luego, alguna relación existe con el esputo.

La denuncia pública individualizada, el escrache, se está extendiendo en esta España indignada de la segunda década del siglo XXI para señalar con el dedo a los políticos portadores de un descrédito cada vez mayor ante el pueblo. El Partido Popular lo llama acoso y algunos de sus diputados han empezado a denunciarlo en las comisarías. Con tal motivo, uno de ellos, González Pons, ha recurrido a cierta prosopopeya: «Querían marcarme como los nazis a los judíos». Otra, la avilesina Carmen Rodríguez Maniega, ha sido también protagonista al acusar a miembros de la plataforma antidesahucios de perseguirla por la calle, de llamarla «sinvergüenza» y «asesina» o de empapelar con pegatinas el portal de su domicilio. Ellos, en cambio, niegan los insultos y proclaman que, en vez de perseguirla, lo que hacen es simplemente acompañarla.

Quienes conozcan a Maniega, aunque sólo sea de los buenos días y las buenas tardes, se habrán dado cuenta de lo poco que le disgusta la notoriedad. Quienes hayan tenido la ocasión de profundizar en el trato sabrán lo mucho que le cuesta encajar una crítica, algo que no la diferencia de otros compañeros suyos, pero sí afila su perfil político bajo aunque afanoso.

Por mal que los representantes representen los intereses del pueblo, en una sociedad civilizada ningún diputado se merece el escarnio público continuado y menos la amenaza. Ahora bien, son los propios políticos los que deberían reflexionar sobre las sensaciones de amargura que despiertan entre quienes los señalan como el cobrador del frac a los morosos.