Las comunidades europeas nacieron tras la Segunda Guerra Mundial con el propósito esencial de integrar a Alemania en un proyecto europeo de convivencia pacífica que, mal que bien, ha terminado por funcionar permitiendo que ésta ejerza como potencia económica el liderazgo que desde finales del XIX venía buscando desempeñar por la vía militar, con la complacencia de una Francia que ha visto garantizado su artificiosa posición de potencia de segundo grado a través de jugosas ventajas económicas y de un aparente co-liderazgo político. Se solucionó así, al menos en parte, uno de los más graves motivos de desequilibrio en el continente europeo, pero quedó sin resolver otro motivo esencial que, en contra de lo que habitualmente suele plantearse, no es tanto el papel del Reino Unido -que, por definición, será siempre el de quien está fuera desde dentro-, como el papel de Rusia, con su inveterada tendencia a estar, en los asuntos europeos, dentro desde fuera.

Una Rusia que, si bien durante un tiempo tuvo más que suficiente con intentar zafarse de los escombros derivados del derrumbamiento del bloque comunista, y, por tanto, hubo de tragarse en silencio los sapos de la reunificación alemana y la progresiva germanización -no sólo económica- de los antiguos satélites soviéticos, desde Polonia a Rumanía, pasando por Chequia o Hungría, una vez ha reorganizado en esencia su tradicional proyecto de la Gran Rusia bajo la dirección de Vladimir Putin, pugna de nuevo por ejercer en Europa la función a la que su potencial demográfico y sus poco menos que ilimitados recursos naturales la hacen acreedora.

Baste recordar la dependencia energética del centro y este de Europa, Alemania incluida, del gas ruso, para simbolizar en un relevante dato concreto el papel que, vellis nollis, Rusia está llamada a representar. Un papel del que el bloqueo del conflicto sirio ha venido siendo un esclarecedor aviso y al que la crisis de Chipre ha vuelto a poner de actualidad.

Aceptar, asumir e institucionalizar adecuadamente la función del Reino Unido para que, en su condición de aliado preferente de la gran potencia hegemónica atlántica, oficie como miembro externo desde dentro es un reto esencial de la Unión Europea, pero encontrarle acomodo a la vocación de Rusia de intervenir en los asuntos europeos desde fuera es una exigencia que las tensiones geoestratégicas y los argumentos económicos rusos para sustentarlas no permitirán aplazar por mucho tiempo. Y nadie mejor para saberlo que Alemania, que, a fin de cuentas, se ha pasado buena parte de su existencia mirando de reojo al frente ruso.