Días para meditar. No sé si se habrán dado cuenta, porque todo se banaliza hasta límites increíbles, pero estamos en vísperas de una guerra nuclear. Aunque los amagos vienen de antiguo, en las últimas horas se da por hecho. Pasma asistir de brazos cruzados al horror máximo. No me refiero ya a cualquiera de nosotros, a los que nada se nos alcanza, sino a las personas e instituciones con mayor poder y responsabilidad a escala planetaria, que parecen resignadas a lo peor.

Las bombas las lanzará Corea del Norte -salvo ataque preventivo del sur-, pero, evidentemente, detrás está China, que es la madre del cordero desde que cayó el Muro.

EE UU está saliendo de la crisis, ya que la Bolsa de Nueva York marca máximos. Los pesimistas consideran que simplemente hay montañas de liquidez que se están empujando hacia la renta variable. Me da igual, sea por lo que sea, los yanquis ya respiran a pleno pulmón. Puede haber una vuelta atrás, claro, pero ¿desde cuando estamos vacunados contra las recaídas?

EE UU sale del pozo, así que Europa, a la contra desde que la Gran Alemania ha cogido la manija, ha perdido el pulso. La crisis no ha sido más -ni menos- que una guerra económica, de manera que ahora le toca hincar la rodilla a China. Por eso estas vísperas terribles. A Pekín no le queda otra que revolverse por los dos flancos litigiosos: a su este, las Coreas; a su oeste, Irán-Israel. O sea, una guerra mundial.

Como la historia no está escrita y la esperanza es lo último que se pierde, quizá el dictador coreano se coma sus bombas, el sátrapa iraní se meriende sus centrifugadoras nucleares y la pugna curse solo por vías económicas.

Ay, si Garzón pudiese contar con el Oscar Mayer para que, una vez más, le costease su maravillosa diplomacia jet. Pero no, con el descenso de Natalio Grueso a los infiernos, el amigo entrañable de la Kirchner no podrá salvar a la humanidad de una guerra atómica. Tremendo.