Si por una porción del ala del chambergo y una cuarta más o menos de la tradicional capa española se organizó el «motín de Esquilache», que hizo al ministro y a su Gobierno tambalearse ante la presión y la revuelta popular de entonces, hay que preguntarse ¿qué fue de aquella bravura, de aquella rebelión, de aquella autoafirmación del espíritu español? Este pueblo tradicionalmente ha sabido en muchos de los momentos históricos que lo han afligido levantar la cabeza, tomar las decisiones que a lo mejor sus tibios gobernantes no tomaron en su momento y, por tanto, enderezar el rumbo del futuro de una manera contundente. Hoy, en otro momento difícil de su periplo, calla agobiado por los problemas y sólo busca la supervivencia personal, olvidándose de que la supervivencia personal pasa por la supervivencia colectiva.

Miro a mi alrededor y veo, primero, cómo nos atropellan un día y al siguiente también. Cómo nos van despojando de aquello que siempre fue nuestro y hoy parece concedérsenos por pura caridad. Ellos han perdido la cordura, contagiados entre sí, como si se trasmitiesen unos a otros una peste ineludible. Pero también es cierto que todo esto, aunque con diversos matices y situado en su momento histórico, viene de muy lejos. Desde que España se volvió constituyente y convocó las primeras elecciones, abriendo un gran coto de caza en el que los más avispados cazaban a placer sin contar las piezas abatidas. Y fue precisamente en ese primer momento cuando comenzó a parecerles que nadie sería responsable de sus actos, que con irse o, como mucho -defecto muy español-, dimitir cuando ya no es posible otro remedio, ya estaba todo arreglado. Las imputaciones, los juicios, las reparaciones o en último caso la cárcel son solamente para los pobres, para los pobres de espíritu.

Decían que Franco afirmaba ante su única hija que España era su finca particular. Y ella se lo creía, así lo afirmó públicamente en más de una ocasión, y algo había de cierto en todo ello. Lo lamentable, lo horroroso, lo repudiable es que hoy, parecemos la finca del pimpampum, como cantaban las cabareteras de principios del siglo pasado. Somos títeres, marionetas en manos de una tropa transgresora que se conoce desde hace demasiado tiempo como «la clase política». Sin distinciones, sin excepciones, sin perdón. Porque el que no es corrupto -que los hay, aunque nos parezca raro- es, en todo caso, cómplice de los que persisten en sus corrupciones y corruptelas.

La política de hoy, como lo fue en otros tiempos, no voy a negarlo, no es más que un abrevadero, un lugar donde se reúnen todos los días los animales políticos para beber del caño de la patria nuestra. Aunque sean poco patriotas, quede claro que beber del caño es ya de por sí toda una profesión. Y los que estén libres de toda culpa, si tienen arrestos, no hace falta que tiren la primera piedra. Sólo es necesario que aparten las piedras corruptas de su huerta, que es la huerta de todos. Y cuando nuestro espíritu flaquee, nuestro pobre y acongojado espíritu, es necesario recordar un pequeño pueblo hasta ayer casi olvidado y que ha vuelto a demostrarnos que levantar la cabeza es posible. Me refiero a aquel pequeño enclave que tuvo en nuestra guerra civil pendiente no sólo a toda España, sino al resto del mundo: Tembleque. En Tembleque hubo crudelísimos combates durante la contienda que fueron producto de la furiosa decisión de tomar esta minúscula posición por parte de las tropas nacionalistas o las tropas republicanas. Pues, bien, hoy Tembleque, para nuevo asombro, liderado por su pequeño ayuntamiento, ha hecho retroceder a la Junta de Castilla-La Mancha, que había decidido despojar a su entorno del servicio de urgencias nocturnas. Tembleque nos ha demostrado que con un mínimo de coraje nuestro espíritu no es tan pobre. Sigamos su ejemplo.