Sólo los autores conocen la ansiedad que se puede sentir ante una presentación. Cuanto más joven sea el escritor, más ansiedad le corresponde. Porque yo creo que los más veteranos se limitan a aceptar la correspondiente dosis de satisfacción o, en todo caso, una suerte de desolación y derrota si el evento salió mal. En este preliminar quede claro que una presentación no es un acto baladí, es una suerte parecida a la de un matador de toros que en una sola faena, no solamente se juega su fama futura, sino que además puede poner en peligro los éxitos del pasado.

Hay muchos parámetros a medir, muchas circunstancias a calibrar y todas ellas influirán en el resultado final. Para comenzar, lo haré por el lugar a elegir donde llevar a cabo tan decisivo acontecimiento. ¿Uno grande o uno pequeño? Depende de la confianza de cada uno, aunque en realidad debería de depender del exacto eco y expectación que la obra a presentar se espere cause en el potencial público. Y en este caso, como en muchos otros, más vale que el público nos sobrepase que no que falte. Nada hay más desmoralizante que un gran espacio ocupado por un pequeño puñado de asistentes.

Una vez elegido el recinto, nada está resuelto, es simplemente el comienzo, un mínimo comienzo. El meollo del evento depende mucho de los compañeros de viaje que elijamos y de su magnetismo literario. A mí en particular, la experiencia me ha demostrado que una mesa de presentaciones repleta de personajes es más perjudicial que beneficiosa. Creo que nadie se engañará pensando que un acto convertido en un tostón interminable no es el mejor y más rápido camino para el desastre. Sin contar con el bochornoso espectáculo que conlleva cuando el público, al principio atento e interesado, comienza a abandonar el salón ante la verborrea de los diferentes protagonistas que intervienen en la presentación. Creo que el autor, un invitado e incluso una especie de moderador son más que suficientes. Todos sabemos en nuestro fuero interno -y si no conviene recordarlo- que después de diez minutos de atenta escucha la mente comienza a divagar y se deja de prestar la mínima atención. Como mucho, un acto de estas características va sobrado con media hora para la totalidad de intervinientes. Y si ha parecido corto, queda el socorrido apartado de ruegos y preguntas.

Si el que nos ayuda a la presentación es el mismo editor o un enviado de la editorial, algo hemos ganado, pues al menos sabemos de antemano que su opinión sobre el tema no será ni mucho menos adversa. Yo personalmente temo, y mucho, a los profesores y catedráticos. Puede darse el caso de que uno de estos insignes enseñantes olvide que el fin del acto es dar a conocer el producto, transcender en las reseñas y, desde luego, vender la mayor cantidad de ejemplares posible. Esto que parece tan obvio no lo es. Algunos de ellos pierden la noción del espacio y del tiempo, confunden la audiencia con una de sus clases y lanzan una catarata de opiniones, análisis y conclusiones que la mayoría, si escucha y ha leído el libro previamente, jamás hubieran imaginado. Con toda seguridad y en la mayoría de los casos, la charla del docto interviniente será academicista, derivará hacia senderos estrictamente técnicos y en un porcentaje altísimo constituirá un alegato o especie de clase magistral tediosa. Siempre me he preguntado: ¿por qué cuando hablan en público la mayoría de ellos olvidan el sentido del humor?

Hay casos mucho peores que rozan el absurdo o, cuando menos, resultan de ópera bufa. Recuerdo una presentación en una céntrica librería, una autora de mediana edad que había publicado varios libros sobre la reina Isabel la Católica y la correspondiente profesora de Historia que estaba allí en principio para ayudarla y apoyarla. Cuando comenzó su disertación, los presentes supimos que algo no iba bien. O la profesora había leído otra novela o la sobremesa de la comida de la que venía se había alargado en exceso, así como en exceso se había regado con demasiados productos etílicos. El caso es que comenzó a explicarnos que su versión histórica del personaje nada tenía que ver con el novelado por la escritora, que no era nada del otro mundo la ambientación que el texto mostraba y, desde luego, que podían mejorarse fácilmente los diálogos que menudeaban a lo largo de las cuatrocientas páginas. Todo esto bajo la mirada horrorizada de la novelista, que durante quince minutos llegó a alcanzar los límites de mimetización dignos de un camaleón, ya que pasó tantas veces del rojo indignación al blanco de la palidez mortuoria que incluso nosotros comenzamos a dudar de cuál había sido su color original. Y mientras nos despedíamos con bastante vergüenza ajena, creo que la mayoría pensó que lo más ético es no presentar algo que no te gusta. Las críticas para los críticos.