Melquíades Álvarez tiene un plus sobre los demás políticos nacidos en el Principado. Es, probablemente, el más asturiano de todos; representa como nadie las virtudes y limitaciones de nuestra cultura tradicional. Recurriendo a un esquema brillantemente desarrollado por don Gustavo Bueno, y que éste toma de los pitagóricos, los pares de conceptos conjugados surgen a la vez, de forma conjunta y se refieren mutuamente. Puede reconocerse como una de las cualidades sobresalientes de las colectividades de asturianos establecidas por todo el mundo su gran capacidad de integración. Pérez de Ayala habla con asombro de los «asturianos por contagio» que él encontró en nuestros centros regionales de ultramar. Se trata de personas que, sin tener vinculación de origen familiar o de residencia con Asturias, se integran plenamente en nuestros centros. En las comunidades asturianas de Europa y de España se dan también con frecuencia estos casos. Pero esa capacidad de los asturianos, tanto de integrarse en las sociedades de destino en la emigración como de asimilar en nuestros centros a personas de otras tradiciones culturales, lo que es sin duda un rasgo muy positivo, está vinculada estrechamente con otra cualidad, también muy asturiana, pero menos valorada. Hasta tenemos un vocablo, creo que exclusivo de nuestro bable, para designar esa característica, que es ser «combayones». Suele expresarse ser combayón como ser adulador, o como quien cambia de camisa, como las culebras por las «caleas». Yo creo que el uso lingüístico de «combayón», más que con el adulador o con el que cambia, por conveniencia, de chaqueta política, coincide con el que va con los de la feria y vuelve con los del mercado, porque espontáneamente simpatiza sucesivamente con todos.

Melquíades Álvarez tuvo en grado superlativo esas dos características tan asturianas. Nadie más integrador que él cuando funda el Partido Reformista en 1912 y, sobre todo, cuando lo presenta en sociedad, con el apoyo de la mayoría de los más eminentes intelectuales españoles en 1913, hace un siglo. Allí estaba el asturiano de mente clara, discípulo de Clarín, integrador, que va derecho, sin rodeos, a la raíz de los problemas, digno continuador de los grandes ilustrados asturianos. La presentación «en sociedad» del nuevo partido, el 23 de octubre de 1913, en el hotel Palace, contó con el apoyo, entre otros intelectuales, de Azaña, Ortega y Gasset, García Morente, Fernando de los Ríos, Américo Castro, Teófilo Hernando, Federico de Onís, Pérez Galdós, Gumersindo de Azcárate, Gustavo Pittaluga, Enrique Díez Canedo, Pérez de Ayala, Augusto Barcia, González Posada, Alfredo Martínez, Leopoldo Palacios, José Manuel Pedregal, etcétera. Ortega y Gasset continuó apoyando al Partido Reformista hasta 1916, y Pérez de Ayala y Azaña rompieron políticamente con Melquíades Álvarez cuando consideraron que éste tenía una actitud «combayona» con la dictadura de Primo de Rivera y hasta con Alfonso XIII.

El programa inicial del Partido Reformista, que mereció el apoyo generalizado de la clase intelectual española, puede servir, hoy, para constatar los logros de la política española durante el último siglo.

Melquíades Álvarez consideraba necesaria la reforma del artículo 11 de la Constitución de 1876, para separar claramente Iglesia y Estado, sin presencia de anticlericalismo alguno. Bastó la oposición del nuncio pontificio y de un cardenal para que Melquíades abandonara para siempre la aspiración a conseguir un Estado laico, que había aprendido en su primera militancia republicana. Cuando actualmente se reintroduce la religión como asignatura fundamental, no puede decirse que hayamos cambiado mucho en este tema.

Melquíades Álvarez preconizaba que el jefe del Estado se reconociera «esclavo de la opinión pública» y que dejara de intervenir imprudente y arbitrariamente en la vida política española, lo que Alfonso XIII hacía a diario. Aunque la Constitución de 1978 limita las atribuciones que la Constitución de 1876 reconocía al Jefe del Estado, falta aún hoy el control económico que sobre las monarquías ejercen, en los países nórdicos, los parlamentos y los tribunales de cuentas.

El programa del Partido Reformista defendía la supremacía del poder civil sobre el poder del Ejército. Afortunadamente, hoy parecen quedar lejos los pronunciamientos militares, tan frecuentes en los siglos XIX y XX.

El reformismo abominaba del caciquismo de la Restauración. Probablemente, en la actualidad el caciquismo ha disminuido en todas partes, menos en Orense y Lugo, donde se incrementó.

En cuanto a la libertad de prensa, defendida por los reformistas, ha desaparecido la censura gruesa, tal como la ejercían Sordo o Serrano Castilla, pero queda la censura fina, presente en todos los medios públicos de comunicación, inspirada por los partidos o por la lucha de clanes por el control de la opinión pública. Además, estamos a la espera de la ley mordaza anunciada por Ruiz-Gallardón.

Melquíades constata que la gente se burla de que un médico sea ministro de Educación. ¿Qué diría hoy? Ya quisiéramos que se diera en todos los políticos aquel afán de saber y de leer -quitando horas al sueño- que tanto elogiaba el autodidacta Indalecio Prieto.

Los reformistas defendían la independencia del poder judicial. Mi impresión es que estamos caminando en sentido contrario. Esperemos que amaine el afán de controlar el poder judicial desde el poder político.

Melquíades Álvarez es el gran político integrador, discípulo de Clarín, heredero de la Ilustración asturiana y del republicanismo, laicista y anticaciquil, que cuenta con el apoyo de numerosos intelectuales españoles al fundar en 1912 el Partido Reformista. Pero, a partir de 1923, con la dictadura de Primo de Rivera y, más tarde, al fundar el Partido Republicano Liberal Democrático, con la llegada de la II República, va «combayando» con la Monarquía, con la Iglesia y, en general, con los poderes de la derecha a los que, anteriormente, con moderación y espíritu integrador, había intentado poner en su sitio.