El mundo era transitable y grato. Lo hostil no mostraba aún su faz. En Lanio y Cornellana, el patio de la escuela, el río Nonaya, los primeros juegos, las truchas que se cebaban en el Narcea, el balón y la bicicleta, la fruta cogida de los árboles en su mejor sazón, la sidra dulce. En Oviedo, desde la Plaza del Carbayón, lo cotidiano estaba próximo. El cine en el Filarmónica y en el Campoamor, los aperitivos y refrescos en La Paloma cuando estaba en la calle Argüelles. Los deliciosos pasteles de Camilo de Blas. La parada de taxis justo debajo de mi casa, la Estación del Vasco, el Mesón del Labrador. Casi siempre, al lado de mi padre. Y la librería Santa Teresa, que, para él, fue su segunda casa. Allí transcurrían gran parte de los trabajos y los días dos de sus hermanos, Teresa y Jesús, y tres de sus sobrinos, Tino, José Luis y Alberto. Un enclave familiar y de tertulia, tertulia que a veces continuaba en el bar Pelayo o en la Perla. Tanto en la librería Santa Teresa como en el despacho donde ahora escribo, entré en contacto con los libros, con el olor que desprendían, con el placer de abrirlos y recorrer sus páginas, con la aventura de leer, aventura que nunca se agota. En este despacho, está la biblioteca de mi padre. Y la inmensa mayoría de esos libros dan noticia del establecimiento donde fueron adquiridos, claro está, la librería de su familia. En los últimos años de su vida, cuando mi padre apenas podía leer, no renunciaba a sentarse cerca de sus estantes y acariciar los lomos de los libros de la Colección Austral. Recordaba cuándo los había comprado y revivía lo esencial de aquellas lecturas.

Mucho más que una librería, digo. Tanto es así, que jamás se me pasó por la cabeza la posibilidad de que en algún momento se cerrase. De ello, tuve noticia hace meses por mi primo Alberto Polledo. Acaso no sea descabellado plantearse que llega un momento en el que resulta angustiosa la pérdida de determinados lugares que son, además de otras muchas cosas, almacenes de nuestros recuerdos, de ese pasado que llevamos incorporado, y que no sólo es peso, sino que es también asidero imprescindible para sostenernos.

Los largos pasillos de la trastienda, llenos de libros, el olor a papel. Libros, todo libros. Instrumentos de saber, que atesoran sueños y verdades, historias y cuentos, dramas y comedias, tragedias y evasión. Testigos mudos de conversaciones y anécdotas.

Mucho más que una librería, digo. Allí tuve mi primera toma de contacto con tantos y tantos libros inolvidables, desde Lawrence de Arabia hasta la edición de La Regenta que publicó Alianza en su colección de bolsillo, siguiendo la estela de la bendita Colección Austral. En la librería Santa Teresa se hizo mi padre -con perdón- con una edición de La Velada en Benicarló, de Azaña, cuya publicación se permitió en los últimos años de la dictadura. En la librería Santa Teresa, mi padre siguió con mucho entusiasmo la nueva colección de Selecciones de Austral que se abrió -perdón de nuevo- con La Rebelión de las Masas, de Ortega, y con Las Confesiones, de Rousseau. En la librería Santa Teresa también tenían un lugar de privilegio los buenos libros sobre Asturias. «Con pocos (en este caso, no tan pocos), pero doctos libros juntos», siguiendo a Quevedo, se conocía muy bien la excelencia literaria más allá de modas efímeras.

Con el cierre de la librería Santa Teresa, más allá de mis estrechos vínculos familiares, la vida cultural asturiana sufre un mazazo desgarrador. Y es que resulta inevitable preguntarse qué puede estar pasando para que un establecimiento de tanto prestigio y raigambre deje de ser viable.

Tristeza, honda tristeza, frente a las inmensas satisfacciones que esa librería me dio: los mejores títulos que leí y releí. Y, en algún momento, haber visto hecho realidad el sueño de que en su escaparate se mostraron libros escritos por mí.

Casa de los sueños, casa de los libros, segunda casa de mi padre. Parada y fonda.

«Señardá».