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Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo

¡Es la transparencia, estúpidos!

A propósito del indispensable control de los gastos de los cargos públicos

La "Resolución de la Presidencia del Congreso de los Diputados, de 18 de noviembre de 2014, en materia de control y publicidad de los desplazamientos de los señores diputados" nos recuerda, en primer lugar, que el Congreso cubre los gastos de transporte de los diputados en sus desplazamientos en medio público (avión, barco, tren o autobús) a modo de franquicia. A continuación, y para tratar de justificar lo anterior y anticipar lo que vendrá después, se nos explica que "el ejercicio de la labor política y parlamentaria debe ser libre sin que deba imponerse ningún tipo de censura o control previo, en forma de autorización, sobre la misma, más allá de los límites ya establecidos en nuestro ordenamiento jurídico". En conclusión, a juicio al menos de los grupos parlamentarios Popular y Socialista, que han votado a favor de esta resolución, "no deben establecerse mecanismos de control o autorización previa en los desplazamientos, pero sí mecanismos de supervisión que involucren a las direcciones de los grupos parlamentarios en el aval de la realización de determinados tipos de desplazamientos, como ya se efectúa en los desplazamientos en vehículo propio dentro del territorio nacional".

Una vez más, y como viene sucediendo desde hace ya tiempo con la organización y el funcionamiento de las instituciones españolas, nos encontramos ante una argumentación que, parafraseando a Groucho Marx, desmontaría un niño de cinco años: los diputados son libres y no están sujetos a mandato alguno porque se deben únicamente a la representatividad que portan y que se configura en las urnas, en la voluntad política del cuerpo electoral. Pero la libertad en el ejercicio de la función parlamentaria se convierte en una auténtica distorsión del principio democrático si se concibe como el ejercicio de la función representativa al margen de la voluntad y del control de los propios ciudadanos. Y, desde luego, no les permite convertir en patrimonio personal un estatuto que incluye prerrogativas (inviolabilidad, inmunidad, fuero jurisdiccional) y una compensación económica por el ejercicio de funciones de especial relevancia política.

Y es a esos ciudadanos, a cuya decisión deben su cargo, y no a "sus" grupos parlamentarios o a "sus" formaciones políticas, a los que, por exigencias del principio democrático, deben rendir cuentas sus señorías, tanto de lo que hacen en el ejercicio de sus funciones como de la manera en la que lo hacen. El "poder de vigilancia" no supone, como parecen temer sus señorías, una forma de censura antidemocrática; al contrario, es una forma legítima de control del poder por parte de la sociedad.

La resolución que nos ocupa menciona la obviedad de que los medios que la Cámara pone a disposición de los diputados "son sufragados con recursos públicos" y que hay que evitar "desviaciones o abusos indeseables". Siguiendo con cosas obvias, parecería lógico concluir que el uso de esos recursos públicos pueda ser conocido con detalle por los ciudadanos en cuyo nombre se emplean; sin embargo, lo que le parece conveniente a los promotores de esta resolución es "que el Congreso publique con carácter trimestral el coste de tales desplazamientos" y, en su caso y de manera graciosa, cada grupo parlamentario luego concretará, o no, quién, cómo y para qué ha realizado los desplazamientos.

Es decir, que para la mayoría de los diputados ya ha sido suficiente con aprobar una ley de Transparencia muy restrictiva (no es un derecho fundamental ciudadano el acceso a la información, incluye doce causas de denegación de la información, rige el silencio administrativo negativo?), por lo que no cabe ir más allá en lo que afecta al manejo de los fondos públicos que las Cortes Generales, en ejercicio de su autonomía presupuestaria, ponen a su disposición.

Parecen olvidar que la transparencia en el ejercicio de los cargos públicos (a qué se dedican, con quién se reúnen, por dónde se mueven?) es un elemento esencial para restablecer un mínimo de confianza en el sistema democrático. Con toda seguridad no lo hacen por maldad, pues, como explica Carlo Cipolla en "Las leyes fundamentales de la estupidez humana", el malvado causa un mal a los demás con la finalidad de conseguir un beneficio propio, y resulta muy poco probable que esta decisión del Congreso de los Diputados sirva para mejorar la pésima opinión que los ciudadanos tienen hoy de los representantes políticos; podría concluirse, pues, que se trata de una decisión estúpida, que es la que, según el mismo Cipolla, provoca un daño a los demás al tiempo que se lo causa a las mismas personas que la protagonizan, con lo que la sociedad entera se empobrece. Que no se prevean las nefastas consecuencias sociales y políticas de decisiones como ésta evidencia el efecto devastador de la estupidez.

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