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Acróstico de inseguridad

Relato de un incidente en un viaje a Cabo Norte

Me limitaré a citar un episodio de lo que podría ser materia para una novela por entregas. La cosa comenzó el día que Manolo Bernardo y yo nos encontramos después de mil años. Me acabo de jubilar, dijo. Y yo, le dije. ¿Sigues con la afición a la moto?, preguntó. Claro, respondí. ¿Y si subimos a Cabo Norte?, propuso. Hecho, no lo pensé dos veces.

Aquí, en la ciudad que nos vio nacer, hicimos los preparativos. Las maletas de nuestras respectivas monturas a rebosar, sobre todo jamón bajo en sal (somos hipertensos), latas de conserva con media fauna del mar Cantábrico, ropa como para alcanzar el Polo Norte, medicación propia de la edad, y, por supuesto, papeles y documentos sin olvidar lo del seguro. Ojo, viaje seguro, y si va al extranjero con más motivo. Una buena póliza de seguros abriga más que un forro polar. Eso pensamos.

Partimos un domingo, 7 de junio. Frío y agua. Nuestras penélopes salen a despedirnos al balcón. El reloj de Liberbank daba las ocho de la mañana. ¡Al Norte! Cabalgamos sobre tierras de Cantabria, País Vasco Español, País Vasco Francés, atravesamos Landas, nos acojonamos en la circunvalación de Burdeos con un tráfico endemoniado, salimos vivos y nos guarecimos en la bellísima ciudad de Angulema, ya entrada la noche.

Fue a la mañana siguiente, justo en la desviación hacia la A-10, cerca de Poitiers, a 120 km/h, donde a mi flamante BMW, de motor indestructible, le reventaron las tripas con furioso estrépito y se negó repentinamente a dar paso. Un milagro, solo un milagro, me permitió alcanzar el arcén sin que los diez mil camiones de París pasasen sobre mi cuerpo serrano y lo dejarán como el de esos gatos que en trances de amor ciego quedan de calcomanías sobre el asfalto.

Repuestos del susto, parapetados tras el guardarraíl y recibiendo en la cara el rastro de viento huracanado de los trailers que circulaban a toda leche a menos de metro y medio de nuestro puesto de espera, llamamos al seguro. Después de marcar el uno, luego el tres, y de que una voz enlatada me anunciase que la compañía colaboraría con la Regata Copa del Rey en Alicante, una voz seca inquiere más que pregunta datos del vehículo y conductor. Me dice que no estoy asegurado, le digo que por Dios que mire bien, y con esa recomendación va y mira y dice que sí, que se había equivocado. En tono de súplica le digo que haga lo posible para que nos saque una grúa de allí cuanto antes. Y toma nota, nos dice que primero ha de comprobar si la compañía tiene grúas concesionadas en esa autopista y de ser así, cuando alguna quede libre, que calcule sobre una hora u hora y media, entonces, la mandarán. Difícil dar crédito a sus palabras. Insistí en el riesgo que corríamos, no me oyó, había colgado. Pasaron dos horas. Deshidratados, el sol pegaba de pleno, y hambrientos, casi sin fuerzas decido volver a llamar. Otra vez lo de la Regata Copa del Rey. Y que no me impaciente y que espere tranquilo, insiste la señorita desde el otro lado de la vida. Lo último que pude pronunciar fue ¡socorro!

Esto no es de recibo. Convencido estoy de que cualquier venta lleva consigo una cuota fraudulenta, vivimos en ese ambiente. Sin embargo, hay artículos que deben suministrarse con una pureza exquisita, y uno de ellos es la seguridad. Procuren los responsables de estas compañías no dejar al usuario con el culo al aire, ni tres horas en el arcén de una de las autopistas más transitadas de Europa. A riesgo de perder toda credibilidad.

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