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El activista ya no es lo que era

La redefinición del significado de la palabra a raíz de sus nuevos usos

Un miembro de la nomenclatura fundacional de Podemos, Pablo Echenique, se definía esos días de ahí atrás como "activista a tiempo completo", lo que acaso obligue a redefinir el significado de la palabra. Si hemos de hacer caso a la Real Academia, un activista viene a ser un agitador político -condición que sin duda reúne Echenique-, pero sobre todo un individuo que practica la acción directa, al estilo de los viejos anarquistas. Y ahí ya se confunden un poco los términos.

Los modernos activistas suelen ser gentes de ciertas oenegés partidarias de la acción directa, tales que -un suponer- Greenpeace o Médicos sin Fronteras. A diferencia de los políticos, que funcionan por delegación, lo suyo no es dar largas prédicas sobre cómo arreglar el mundo, sino actuar frente a problemas concretos con el propósito de solucionarlos. A veces lo consiguen y otras no, pero nadie podrá acusarles de perder el tiempo en monsergas.

Lo que Echenique entiende por activista, en cambio, es dejar su trabajo habitual para ejercer primero como eurodiputado en Estrasburgo y ahora como parlamentario en las Cortes de Aragón. Poco importa que la acción del diputado sea, por su propia naturaleza, indirecta: y en consecuencia incompatible con el activismo. De ahí que considere "activistas" a los seguidores de su partido que se reúnen en multitudinaria asamblea para resolver, a golpe de palabrería, cualquier traba que pudiera oponerse a la felicidad de los ciudadanos.

Mucho es de temer que esta nueva política sea tan vieja como la tos. Si el activismo consiste en reunirse a charlar para que entre todos encontremos una o varias soluciones mágicas -y simples- a los más complejos problemas, no queda sino deducir que todos hemos sido activistas alguna vez.

Basta asomarse a la barra de cualquier bar, donde siempre hay un grupo de parroquianos arreglando los altos asuntos del país. En ese escenario hostelero tan típicamente español se solventa en un pispás casi cualquier problema: ya sea el bajo rendimiento de la selección entrenada por Del Bosque, ya el copioso paro que el Gobierno, en su inutilidad, no consigue atajar. Jamás falta en ese debate alguien que pronuncie la frase milagrosa: "Esto lo arreglaba yo enseguida, si me dejasen...".

A los dirigentes de Podemos les corresponde el mérito de haber profesionalizado ese oficio de activista (de la palabra) que los españoles ejercen generalmente en los bares. Como Syriza en Grecia o el Frente Nacional de Le Pen en Francia, Echenique y sus colegas han asumido el espíritu de los activistas de taberna.

Olvidados los tiempos de la acción directa, cuando rodeaban el Congreso o acampaban en las plazas, los antiguos activistas reconvertidos en parlamentarios y concejales ofrecen ahora soluciones simples -e incluso simplistas- para afrontar problemas de suyo complejos, como el de la economía. Quizá eso explique que un día prometan el impago de la deuda de España o un sueldo básico para cada vecino y al siguiente se desdigan de todo lo dicho sin merma de su clientela de simpatizantes.

Ocurre lo mismo, al fin y al cabo, con los clientes de las cervecerías, que lo mismo que te dicen una cosa, te dicen la otra. El mérito de Podemos consiste en haber convertido esa afición en una profesión potencialmente tan lucrativa como la de político. Se conoce que los activistas ya no son lo que eran.

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