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De la clase media aristotélica a la desigualdad social de hoy

Grecia, el problema y una parte de la solución a la corrupción, la creciente brecha entre clases y el populismo

El problema, hoy, se llama Grecia. El destino del país helénico es considerado por muchos comentaristas políticos como una cuestión crucial para el futuro de la Unión Europea. Pero, además del problema, una parte de la solución puede estar, también, en Grecia, pero en la Grecia clásica, en los inventores de la democracia y de los tratados científicos sistemáticos, hace más de dos mil años. Helenistas eminentes sostienen que algunas de las ideas más importantes de la cultura occidental han tenido que ser descubiertas dos veces: primero fueron formuladas por los griegos clásicos y, muchos siglos después, volvieron a ser desarrolladas por otros pensadores.

Aristóteles, en el siglo IV a. de C., que había coleccionado y estudiado 158 constituciones diferentes, ya fue consciente de que los males de la democracia, como la corrupción, no se solucionan dando supremacía a los decretos de la asamblea sobre la ley, como defienden los demagogos, que no surgen en las democracias regidas por la ley, sino allí donde las leyes no son soberanas. "El pueblo se convierte en déspota, siendo la consecuencia que los aduladores alcancen posiciones honrosas. Donde las leyes no gobiernan no hay república", sostiene Aristóteles en el libro IX de la Política. Los clásicos griegos ya señalan cómo se puede evitar de antemano la corrupción política: "No se debe permitir que acceda al poder a quien lo desea demasiado", avisa Platón. No es una observación banal, pues Aristóteles desarrolla la misma idea, que tiene una vigencia plena actualmente: si alguien, por ejemplo, desea, a toda costa, ser concejal de urbanismo, pongámonos en lo peor. El poder político no debe desearse en demasía, aunque tampoco es bueno que los mejores lo rechacen, algo que está sucediendo actualmente por el repudio a las interminables tramas de corrupción que cada día nos muestran los medios informativos.

El régimen asambleario debe tener como límite la ley. Aunque, después de la apuesta de Rousseau y de los excesos de la Revolución Francesa por la democracia total o directa, nos queda la experiencia de las asambleas estudiantiles de facultad como muestra de las limitaciones y hasta de algún rasgo coactivo de esta forma de democracia. Actualmente, las nuevas tecnologías pueden abrir un nuevo capítulo de alcance insospechado en una democracia directa sin los inconvenientes de una asamblea estudiantil.

Pero, probablemente, entre los rasgos más actuales de la Política aristotélica, ante el vertiginoso aumento de las desigualdades sociales a que estamos asistiendo, es su defensa del predominio de la clase media como condición para la estabilidad social. Estábamos acostumbrados a aceptar que en los países maduros (Kuznets) se irían reduciendo progresivamente las diferencias sociales. Pero sucede justamente al revés, desde mediados de los ochenta se está ensanchando la brecha entre las clases sociales, aunque ya en los años setenta surge la precariedad en el trabajo y el riesgo de desempleo, que, en parte, por la evolución tecnológica y la globalización, golpea, sobre todo, a los obreros menos cualificados. Un autor actual, Thomas Piketty, de moda recientemente, explica que cuando la economía crece más lentamente que la tasa de retorno del capital, entonces la desigualdad aumenta. Según Aristóteles, la mayor fortuna para una ciudad consiste en que sus miembros tengan un patrimonio moderado y suficiente, puesto que donde unos poseen demasiado y otros están a verlas venir vendrá la democracia extrema, la demagogia o la oligarquía pura, o bien, incluso, como reacción frente a los dos extremos, surgirá la tiranía. El debilitamiento de la clase media es el camino seguro hacia las convulsiones sociales. Cierto que hay innegables signos de recuperación a nivel macroeconómico, pero si no se detiene el proceso, que parece imparable, de creciente desigualdad social, pueden convertirse en realidad los temores señalados por Aristóteles hace ya veinticuatro siglos.

La desigualdad -sostiene la ONG FUHEM- es la enfermedad del siglo XXI. El 1% ha acumulado en USA el 95% del crecimiento económico. España tiene el dudoso honor de ser, con Letonia, el país más desigual de Europa, frente a Suecia, Dinamarca, Austria o Finlandia, cuyos gobiernos luchan por mantener el equilibrio social que preconizaba el Estagirita hace más de dos mil años, aunque fuera en medio de un sistema social esclavista. Más de un millón y medio de hogares con todos sus miembros en paro y 11 millones de personas en riesgo de pobreza justifican que, entre nosotros, los gobiernos regionales y los ayuntamientos gobernados por las izquierdas den prioridad a colaborar con un sistema público de prestaciones sociales. Hasta el Fondo Monetario Internacional reconoce que la desigualdad social puede frenar el crecimiento económico.

Dos libros excelentes, "El dilema de España", de Luis Garicano, y "La gran estafa. 20 años de privatizaciones en Argentina", de Marcelo Peláez, nos ilustran sobre los riesgos del neoperonismo, del capitalismo de amigos "del palco del Bernabéu" y del populismo a todos los niveles. "En España -señala Garicano- hay un capitalismo en que el rico no es el que tiene la mejor idea o ha encontrado la mejor manera de satisfacer una necesidad humana. No, el que se hace rico es el que tiene contactos, el que conoce al Bárcenas, al conseguidor de turno". Durante la actual etapa neoperonista en Argentina -cuenta Marcelo Peláez-, y especialmente en los años noventa, con Menem, se dio una privatización masiva, sin planificar y sin medir los riesgos de los posteriores conflictos internacionales, con 67 causas abiertas por las multinacionales contra Argentina. Así, se parte de un ferrocarril de 45.000 kilómetros de vías que, con privatizaciones inadecuadas, se quedan en unos 6.000 kilómetros actualmente. Las consecuencias del neoperonismo o del populismo de Argentina o Venezuela son las demoledoras amenazas de una hiperinflación incontrolada, consustancial al sistema, que impide cualquier desarrollo sostenido de estos países, pero que puede ser una gran tentación entre nosotros, en un afán por desterrar de modo radical las tramas de corrupción política en España.

La lucha contra el aumento constante de la desigualdad social es una difícil, pero ineludible tarea para el gobierno futuro de nuestro país. Las políticas redistributivas, más allá de la tradicional dimensión ideológica, manifiestan, también, una vertiente geográfica. Entre las formas de desigualdad hay una especialmente difícil, hoy, para cualquier gobierno: ¿Cómo convencer a las regiones prósperas de que ayuden a las menos prósperas? Ni Alemania ni Cataluña, entre nosotros, están dispuestas a realizar transferencias a las regiones más pobres, y los fondos europeos no representan más que un 3% de la renta per capita europea.

El problema, hoy, al que mucha gente mira se llama Grecia. 2.000 años después de que Aristóteles manifestara sus temores, nos encontramos con unas clases medias a punto de quedar desmanteladas, con la impertinencia de una parte de los ciudadanos más ricos, que evaden su fortuna, a veces de dudoso origen, en cuanto no pueden imponer su voluntad a los políticos, y con la cada vez más dudosa solidaridad de los países europeos más ricos con los más pobres.

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