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Eduardo Jordá

Siroco

Dos poemas y una fórmula para tiempos de estupidez

En una playa del Sur, mientras ruge el siroco y el aire quema, veo salir una gran luna azulada sobre el mar. Llevamos dos meses largos de calor y puede ser que en este verano se batan todos los récords de temperatura, pero ahí está esa gran luna azul que trasmite una idea de armonía en un mundo que parece arrastrado por la pulsión autodestructiva. En la playa, cada vez que el siroco levanta remolinos de arena, miro esa gran luna azul que parece protegernos de una amenaza que está muy cerca de nosotros aunque no queramos verla. Porque el desierto avanza -y no en el sentido metafórico que gritaba Nietzsche hace algo más de un siglo-, y las olas de calor son cada vez más largas y peligrosas, pero aquí seguimos embarcados en nuestras polémicas estúpidas y en nuestras discusiones estúpidas, igual que hace cinco años, e igual que dentro de otros cinco años.

En el móvil repaso algunos titulares de actualidad: "Construiremos los Países Catalanes", dice un señor que quiere presidir la Generalitat porque debe de ser muy aficionado, igual que los niños, a jugar con las piezas del LEGO a construir casitas y países, sin darse cuente de que el calor y la sequía van destruyendo sin parar lo que sí es muy real: la tierra reseca y las playas y los bosques. Y hay más noticias: docenas de bancos y empresas multinacionales anuncian beneficios gigantescos, al mismo tiempo que despiden a muchos de sus empleados. Y la Audiencia de Palma rebaja la fianza de la infanta Cristina. Y Ada Colau se pone a las órdenes de un "president" de la Generalitat que ha decidido proclamar unilateralmente la independencia de Cataluña, lo que técnicamente constituye un golpe de Estado en cualquier país de la Unión Europea. Y hay cientos de noticias más de este tipo. Si esa gran luna azul pudiera ver a qué clase de actividades nos dedicamos, seguro que se lo pensaría dos veces antes de salir sobre la playa a esparcir su hermosa luz en medio del siroco.

Veo un nuevo remolino de arena avanzando por la playa, y de pronto oigo una frase extraña que resuena en mis oídos y que habla de un viento "tan caliente como una pistola de dos cañones". Y enseguida oigo otra frase que habla de "los diablos de la estupidez y del rencor" que se ponen en movimiento cuando se oye un portazo a las cuatro de la madrugada. Y en esto recuerdo que se trata de dos poemas que se compusieron cuando soplaba el siroco y más o menos al mismo tiempo, justo a finales de los años 40. Y cosa curiosa, los dos fueron escritos en una isla. Uno es "Cattivo tempo" ("Mal tiempo"), de W. H. Auden, y el otro es "Siroco en Deyá", de Robert Graves (él lo escribía así, Deyá, o Deya, sin acento). Auden lo escribió en la isla de Ischia, en la bahía de Nápoles, en 1949. Y Graves, como es evidente, lo escribió en Mallorca más o menos por la misma época. Auden es quien habla de los diablos de la estupidez y del rencor. Y Graves quien evoca la pistola de dos cañones y las lenguas calumniosas que incitan a los cuchillos a cometer sus casi-asesinatos cuando el siroco baja de las montañas arrastrando polvo y tierra. La buena poesía es una ciencia exacta, y estos dos poemas son la prueba. Quien quiera saber lo que ocurre en un día tórrido de siroco sólo tiene que leerlos.

Por lo que sé, Graves y Auden no se llevaban muy bien. Para Graves, que era doce años mayor que Auden, la poesía era una especie de sacerdocio en honor de una primigenia diosa blanca -emparentada con el culto primitivo a la luna- en el que el intelecto no jugaba ningún papel. Y en su opinión, Auden era un poeta intelectual que copiaba en vez de inventar. Puede ser. Y si se comparan los dos poemas, está claro que el poema de Graves es mucho menos intelectual que el poema de Auden, porque retrata de una forma casi física un día de siroco agobiante en Deià. En cambio, el poema de Auden habla de las consecuencias de la maledicencia en una isla pequeña invadida -como todas- por las envidias. Pero el poema de Auden termina con una nota de esperanza que no tiene el poema de Graves, porque concluye con la idea de que estamos obligados a derrotar a los demonios del siroco, "engañando al infierno con la obviedad humana". He aquí, pienso, una fórmula inmejorable para estos tiempos de estupidez: "Engañar al infierno con la obviedad humana". La obviedad humana, repito, como remedio para engañar al infierno. Y mirando la luna, como haría Graves, lanzo el deseo de que algún día fuésemos capaces de hacerlo.

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