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El discurso científico hace denodados esfuerzos por taponar las grietas de lo inexplicable, pero hay fisuras que se le resisten. Una de ellas es ese disco blanco de la noche que ayer estaba recrecido en el cielo, y cuyos cambios de tamaño se quieren explicar por su mayor o menor cercanía a la Tierra al orbitar y por fenómenos ópticos. Sin embargo a veces vemos que su tamaño se duplica (mucho más, pues, que el 16 % que se atribuye al ciclo orbital), sin que ninguna explicación científica sea del todo plausible, como tampoco nos acaban de explicar su influjo en nuestra mente, o en el proceso de crecimiento de las plantas, o en los cambios meteorológicos (en general la ciencia se limita a negarlo), todo lo cual es muy de agradecer a la ciencia, pues mientras la luna nos influya y nadie sea capaz de explicar cómo, tendremos razones para adorarla como lo que es (ver título de este billete).

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