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Pobres paupérrimos

El reparto de los bienes y el bienestar a propósito de la multa a un indigente en Gijón

No eres tú, mi Gijón, la más bella, pero eso importa menos que saber si tu prócer Jovino era o no un adamado, porque lo que de verdad interesa es si el querido paterno Piles, como ese ilustrado llamaba a tu río, está moribundo de podredumbre o si los paseantes y viandantes que circulan por tus calles deben sufrir, cada verano sobre todo, continuas caídas debido al pésimo estado de las losetas del suelo y de la peligrosidad para sandalias que representan esas infernales tapas negras de los registros del agua o del tendido eléctrico. Pero lo más urgente es dar solución definitiva a la lastimosa situación en que viven los pobres, los llamados pobres de solemnidad, pobres de pedir, pobres paupérrimos que no tienen suelo donde dormir y carecen de techo para guarecerse ni disponen de una miga para llevarse a la boca, porque de las mesas de los ricos epulones no cae ninguna que puedan recoger esos indigentes Lázaros, pues prefieren dárselas a las palomas callejeras o a los patos del estanque del parque que lleva el nombre de una reina muy inteligente que sabía latín y era antitaurina.

Fue una nueva mala, una noticia espantosa saber que un ciudadano gijonés, perteneciente a la clase mendicante, había sido denunciado y, en consecuencia, multado con cuatrocientos euros por pedir limosna en la calle dedicada a la memoria del anarquista Eleuterio Quintanilla, un hombre justo, bondadoso y maestro de un alumnado que siempre lo recordó como alguien imitable por su vida ejemplar. Muchos libertarios se acuerdan con deleite de sus clases, en las que les permitía expresarse sin morderse la lengua y sin medias tintas. En ellas les enseñaba que si alquien pasaba hambre era porque otro le había robado su comida, y si tenía sed y no podía beber por carencia de agua se debía a que alguien se la había quitado, porque el sistema era leonino y no se repartían con justicia los bienes y el bienestar de acuerdo con las necesidades de cada persona. De modo que podía haber quien tenía zapatos para calzar a dos familias de ciempiés y por su lado pasaba, sin que le importara media ladilla, gente descalza.

Ese pobre paupérrimo que pedía a la puerta de un supermercado de esa calle no había perdido su puesto de trabajo, como se pierden los paraguas o se extravían las gafas, ni había sido despedido con un adiós y muchas gracias, como se dice, sino que lo echaron y lo convirtieron en un parado que vive de cuatrocientos euros mensuales, los mismos que le quieren quitar ahora con esa sanción que le impusieron por hacer lo que hacen los pobres paupérrimos desde siempre: sobrevivir mediante limosnas, porque con lo que percibe de esa ayuda o auxilio social, que suena a franquismo de la posguerra, tiene que mantenerse vivo con menos de quince euros cada día como si fuera un mago.

Pero todo esto deja con impasible ademán a la buena gente de orden de la burguesía de la clase alta y a las pequeñoburguesas y burguesillos de la media-media y de la baja; gente oronda, pánfila, rebosante de satisfacción, porque pueden sentarse en una terraza a tomar un tinto reserva o una cerveza de importación y una tapa de aceitunas y decirle que no con la cabeza y una sonrisa a quien les ruega que les dé algo para poder pagar la cama donde dormir por la noche; y si ella va a echar mano al bolso para socorrer al mendicante, él se apresura a impedirle que saque el monedero y manda a la mierda al pobre paupérrimo no de palabra sino con un gesto imperioso; y a continuación comenta que lo de la cama era un cuento más viejo que el mundo y que aquel pavo pedía para gastarse la pasta, que conseguía de los bobos de baba que le daban un céntimo, en beber o en tabaco o en droga. A continuación se mojó la punta de las narices con la espuma de la pinta de birra cuando dio el primer trago. Después encendió un cigarrillo y fumó satisfecho.

Hay muchos, muchísimos de esa hermandad que están convencidos de que los pobres paupérrimos no tienen derecho a emplear en lo que decidan el dinero que obtienen pidiendo limosna, sino que deben gastárselo en pan, pan, no en bocadillos, y que se den con la chapata en el pecho; y tampoco deben beber agua mineral embotellada, sino la de las fuentes públicas o, si no, la de los charcos. No les cabe en la cabeza que quieran comerse un pastel o fumarse un puro o una pipa de kif porque, en sus cerebros de escasas circunvoluciones, no les entra la idea de que los pobres paupérrimos son personas. Y esos muchos consideran también que deberían decir la verdad acerca de lo que van adquirir con los céntimos o el euro que les dan. Qué listo y burlón era aquel joven que, muy ceremonioso, hacía reverencias, en una calle muy céntrica y concurrida a la vez que decía: Tenga, por favor, el detalle de darme algo para un yate. Y sí, mucha gente tenía el detalle de dárselo.

Mientras existan la clases, la estirpes, con sus diferencias monstruosamente injustas habrá pobreza y pobres. Yéshua de Nazaret, que parecía un nazir de larga melena, les dijo a quienes lo escuchaban: los pobres siempre estarán entre vosotros. Y es verdad que seguirán siempre a nuestro lado porque quienes sostenemos este sistema producimos pobreza y pobres por robarles, por ser egoístas, por no considerarlos como próximas y prójimos que forman parte de la gran hermandad, cofradía o fratría humana porque, en realidad no nos amamos, pues el amor no tolera la maldad ni hace nada indebido.

Únicamente combaten la pobreza los poquísimos que dan un paso adelante y se van, pero en cierto modo se quedan, diciendo: Me largo. No quiero vivir entre explotadores, ladrones y maltradores. Y se marchan a vivir en comunas o conventos, desde donde siguen peleando con la palabra contra la explotación y los abusos, sean laborales o sexuales, de los fuertes con los más vulnerables.

Ah, se me olvidaba añadir que mi amiga Betina me dijo que, cuando tropiece en una acera con alguien que lleva una hucha y se le acerque para pedirle una aportación para luchar contra el cáncer o para la mejor y más noble causa, le da lo mismo, lo denunciará sin miramientos por andar pedigüeñeando por la calle e importunando al personal que va tranquilamente a su bola.

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