He bebido veintiocho vinos distintos de la mano de Jorge Ordóñez, un tipo de lo más singular, que tiene como gran objetivo explicar que ciertas uvas en España obtienen un tratamiento mejor de lo que se ofrece en Francia, por ejemplo, a un precio mejor. El vino español en relación calidad precio suele ser un lujo. Ello no significa siempre que sea bebible, pero lo es muchísimas ocasiones.
Escuchando a Ordóñez, un tipo que sostiene que inventó Toro cuando Toro era una puta mierda, y cualquiera que haya bebido esos vinos antes de la revolución estará de acuerdo con él, he recuperado cierto entusiasmo acerca de la verdad romántica de la tierra. No es posible cruzar un viñedo, surcar el terruño, mirar las hojas, el cielo y la luz, escuchar el viento y sentir la noche sin decir palabra.
Hablas y, apenas has terminado de hablar, la viña te responde. "Como un perro, un amigo, un extraño, como una planta, pero te responde. Te habla y tú lo sientes", cuenta el enólogo italiano Roberto Cipresso, que se ha empeñado en domesticar al viñedo y ofrecerle lo que pide para sacar de él lo mejor que puede dar.
En Toscana, por las rutas del Chianti o el Val d'Orcia, resulta casi imposible no caer en esa complicidad de hablarle al campo, incluso cuando no tienes otros intereses en la viña que el vino que vas a beber. Uno se siente dueño de lo que le rodea, aunque no le pertenezca. Por esa comunicación que se produce, en ocasiones apetece hasta cantar de alegría. Ordóñez, que bebe el vino que le gusta y de paso la vida, está cansado de aguantar discursos apologéticos insulsos sobre el vino, de americanos y franceses, siendo un conocedor como es de la realidad. A la gente hay que hablarle de frente sobre lo que le convendría beber o no, igual que sucede en otros ámbitos de la vida. Pero las palabras no siempre son bien entendidas, cuando uno se expresa con honradez.
