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Los frentes de la guerra

Trágicas ironías de la vida. En París, hace ya 224 años, una revolución y un régimen de terror que cortó muchas cabezas (como ahora le atribuyen al llamado Estado Islámico) acabaron por alumbrar una república cuyo mayor patrimonio fue la proclamación universal de los derechos humanos.

De entonces acá hubo muchos acontecimientos. Una etapa imperial protagonizada por Napoleón, una primera restauración monárquica, una segunda república, un segundo imperio, una tercera república, una gran expansión colonial, dos guerras mundiales, una ocupación humillante por los nazis, una cuarta república y una quinta (la actual) que trajo el general De Gaulle en pleno proceso de descolonización. En la actualidad, Francia está considerada como la cuarta o quinta potencia mundial, dispone de armamento nuclear (la "force de frappe" de la que hablaba De Gaulle), y presume de una cierta autonomía dentro de la coalición bélica que dirige EE UU. De hecho, el presidente Chirac, un político conservador, se opuso a la intervención militar en Irak, esa aventura neocolonial de efectos catastróficos en la que España no participó, según versión delirante de Esperanza Aguirre.

Conviene traer a colación este breve apunte histórico unos días después de que París haya sufrido un bárbaro atentado terrorista protagonizado por un comando de ocho suicidas que supuestamente obedecían órdenes del llamado Estado Islámico, una entidad fantasmal que controla parte del territorio de Siria e Irak y dispone también de bases en Libia. Del Estado Islámico sabemos, con certeza, muy pocas cosas y mucho menos quién lo financia y apoya, porque parece un cuento de "Las mil y una noches" que en una zona desértica y fácilmente controlable desde satélites espía pueda surgir de la noche a la mañana un ejército de decenas de miles de combatientes con armamento moderno, misiles de largo alcance y vehículos de guerra blindados. Las versiones que de las actividades del Estado Islámico nos proporcionan los medios son truculentas. En unos casos, nos abruman con imágenes previas a decapitaciones sucesivas. Y en otros, con escenas de bárbaras destrucciones de monumentos que antes fueron declarados patrimonio de la humanidad. Ni que decir tiene que todas esas imágenes repugnan al espectador de mediana sensibilidad pero, por extraño que parezca, tienen al mismo tiempo la cualidad de excitar la atracción de miles de mentalidades enfermizas en jóvenes criados en Occidente que acaban apuntándose a las filas de ese siniestro ejército y se distinguen luego entre sus más sanguinarios militantes.

Mis conocimientos de psiquiatría social son muy limitados y sería muy aventurado por mi parte que avanzase una explicación sobre este fenómeno. No obstante, no deja de sorprenderme que los dirigentes de los estados más poderosos del mundo reconozcan sentirse intimidados por enemigos muy inferiores en fuerza y capacidad. Primero fue aquel hombre, Bin Laden, que vivía pobremente en una cueva de Afganistán desde la que lanzaba amenazas contra los países occidentales, y ahora es el llamado Estado Islámico. Lo que sí parece evidente es que el objetivo de esta guerra es la población civil. En un caso, el frente estuvo en el centro de Madrid, en otro, en el centro de Londres y ahora, en el centro de París.

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