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Gargantilla de huesos

Con los huesos de las mujeres asesinadas por hombres criminales se podría hacer un collar para este planeta en el que mueren de forma violenta y espantosa o se matan para evitar que las echen de la vida a golpes. Y con las historias del maltrato machista que tantísimas padecen se haría un rosario de cuentos tremebundos, en los que, al lado de los protagonistas genicidas y genocidas, porque la muerte de cada mujer puede suponer la inexistencia de generaciones, Barba Azul era un santo varón, pues las liquidaba para castigarlas por incumplir la orden que les había dado de no abrir la puerta de la habitación prohibida, no porque fuera un sádico que disfrutase moliéndolas de una paliza hasta que expiraran.

Con historias veraces, escuchadas con pavor, se compuso, mezclando verdad y ficción, esta gargantilla de huesos de difuntas y sus tragedias, en memoria de todas las mujeres víctimas de hombres que merecerían ser "guillotinados" públicamente, para escarmiento de cuantos pertenecen a esa cofradía perversa de matadores por algo muy simple: porque les gusta, les gusta mucho matar a mujeres.

Carne molida

Soy oscura, renegrida, amoratada, hija de la violencia nocturna del hombre que molía a golpes a mi madre, ogro de mis noches, al que le di muchos nombres y jamás llamé padre.

Mariposa

"Es demasiado peso. No puedo más. Voy a decirles adiós a mis geranios y azaleas. Ojalá que lo último que vean mis ojos sean dos veleritos blancos en el azul del mar. Luego, terraza abajo, me marcharé para siempre". Eso escribiste. Y la mancha de tu sangre en la acera era una mariposa de alas rotas, cansada de volar. Enseguida la gente la rodeó de malvas y violetas.

Pero antes de que la huella de la sangre se borrara y se pudrieran las flores, miles de mujeres murieron a golpes o se suicidaron, porque tampoco podían más con el peso diario del maltrato.

Noche

La despertaron los gritos de su madre. Saltó de la cama. / Mamá lloraba porque, como todas las noches, papá le pegaba. / Vete a dormir. Estamos jugando, dijo él. / La madre le hizo un gesto y obedeció. Fue a la cocina y volvió sigilosa. / Mamá lloraba a la luz de la lamparita. Su padre roncaba. Se acercó a él, / y con un cuchillo le cortó el cuello. Luego le sonrió a la madre que la miraba espantada. / No jugará más contigo. Ahora, duérmete tranquila, mami.

Sacrilegio

Gimió porque papá la lastimaba. Chist, Nadia, no despiertes a mamita. Estamos jugando. Pero el dolor de cada noche la mataba. Papá jugaba de una manera muy rara, como si no la quisiera. No, no podía quererla haciéndole tanto daño. Entonces no pudo más y gritó y gritó. Le tapó la boca y ella intentó morderle la mano, pero se calló para siempre.

La madre le preguntó al padre la causa de las rojeces de la cara, del cuello y del cuerpo de la niña. Le explicó que se debían a las manipulaciones que había realizado para reanimarla. Ella permaneció en silencio. Él era médico y certificó la defunción. Recibieron muchos sentidos pésames por la muerte súbita de su hijita de ocho años, mientras dormía plácidamente abrazada a su osita Dori.

La madre, después del entierro, se marchó, se divorció y jamás volvió a pronunciar el nombre de Nadia.

Maldad

No era guapa ni graciosa ni esbelta ni su familia rica; por eso llevaba ropa usada de las señoras, en cuyas casas su madre pasaba el aspirador a las alfombras, metía y sacaba platos, ollas, cubiertos y sartenes en el lavavajillas y ponía la ropa en la lavadora y luego en la secadora y la planchaba y fregaba los baños, hacía brillar los espejos y los cristales de las ventanas y las lágrimas de las lámparas y daba cera virgen de abeja reina a los muebles y los abrillantaba con una gamuza. Era una tarea embrutecedora y enajenante, porque nadie le ponderaba su buen trabajo, por lo que su madre estaba cada vez más alienada.

Habían llegado desde la otra orilla del Atlántico. La partida la había cortado en dos y parte del corazón se había quedado allí, esperándola. La recuperaría cuando volvieran. Su madre le había explicado que debían juntar dinero para regresar, poner una tiendita y vivir mejor.

Ella en el colegio se sentía fatal. Si hubiera sido alta y no usara una talla cuarenta y seis y no se llamase Demetria, sino Sabrina, como la belleza de la clase, no tendría que pasar los recreos mirando las hormigas del suelo, pues era rechazada y aquel desprecio colectivo era anuncio de algo malo. Y no se equivocaba. Solo Segulena y Ada le hablaban amablemente, pero temía perjudicarlas y se apartaba de ellas.

Era una mañana tibia de noviembre. Contemplaba en el patio las lagartijas del muro. Sintió en un hombro una garra. Se volvió. Era Gamaliel.

Hola, preciosa.

Sintió que se ahogaba.

Hola, preciosa gorda.

Supo que la presentida hora del horror había llegado.

Hola, gorda, fea, chaparreta Demetria.

Él, guapo como un ángel maligno, se regodeaba con su miedo.

Vengo a ganar una apuesta haciéndote llorar. Queremos saber si tienes lágrimas y sientes dolor o eres un saco de patatas. Le dio un bofetón.

Permaneció inmutable.

¿Me estás provocando, foca asquerosa?

Alrededor de ambos se formó un círculo de mirones con sus teléfonos móviles para perpetuar su tortura.

¿Te callas, maldita gorda extranjera?

Le dio un puñetazo y una patada en el estómago.

¿Te atreves a desafiarme?

Del pecho le brotó un chorro tibio que le tiñó las manos de rojo. Cuánta sangre? Se apagó el sol y todo se hizo oscuro y frío. Lo último que oyó fue a Sabrina diciendo: Gamaliel se pasó cinco continentes, pero ella lo merecía por engreída.

Los demás permanecieron quietos, despavoridos, menos Segulena y Ada que corrieron a denunciar el horrible suceso. Demetria no se murió. El navajazo se le curó. La pena interior no. Gamaliel fue expulsado del colegio y del siguiente y de más? Segulena y Ada pensaban que los bichos como él debían ser ajusticiados, porque cambiarlos de lugar o meterlos presos no curaría su enfermedad: la maldad.

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