La vida, la normal actividad, es lo que mantiene cada cosa en su sitio. En las ciudades resulta fácil visualizarlo. Una nave abandonada y una barriada vacía acaban siendo focos insalubres, que afean la trama urbana cuando no causan peligros en las áreas aledañas. Eso pasa ahora mismo en el campo. Apenas quedan vecinos en el medio rural. Algunos concejos no llegan ni a cinco habitantes por kilómetro cuadrado, una densidad de población similar a las zonas desérticas. Los montes están desatendidos, comidos por artos y maleza que crecen con feracidad, un terreno abonado para descuidos fatales o la acción de los desaprensivos. Antes los jardineros y vigilantes permanentes, los habitantes de las aldeas, merodeaban cerca atentos a cualquier imprevisto. Hoy los montes son naturaleza silvestre en progresión desordenada. Árboles, plantas y yerbas, con un tiempo tan caluroso y reseco como el de este año, acaban convertidos en yesca. Según un estudio de la Universidad, en treinta años se ha duplicado la superficie de matorral en la región, pura gasolina cuando el monte arde.

Del millón de hectáreas que ocupa Asturias, 960.000 están destinadas a usos forestales y agrarios. De ellas, un 40% corresponde a árboles sin ningún rendimiento social, de los que no se obtienen ingresos. Ese inmenso territorio sostenía en el pasado alguna actividad económica. Desde que la vaca de leche dejó de ser el soporte ya no. Nadie quiere enterarse de que el campo constituye desde el punto de vista ambiental una bomba de relojería en estas condiciones. Es como quien no siega el jardín y luego se sorprende de que la hierba le invada la ventana del salón.

Asturias no aprende. Pasó hace años en el Valledor, en Allande. Mucho llorar y rasgarse las vestiduras en caliente, mucha promesa de replantación, y luego nada. Volvió a ocurrir el último fin de semana. Fue un milagro que una lengua de fuego de diez kilómetros de ancho bajando a toda velocidad hacia las playas no causara víctimas mortales. En El Franco las llamas saltaron la autovía y estuvieron a escasos metros de casas, empresas y estaciones de servicio. Ocurrirá de nuevo la siguiente primavera, o en el verano, o en el otoño, o en el invierno, como persistan la parálisis de las administraciones y estos diciembres tropicales.

Los incendios son la consecuencia de muchas políticas "contra el paisano". Hay normas ridículas, rigoristas, que se emplean con firmeza para los débiles de las aldeas y con manga ancha extraordinaria para las factorías contaminantes de los polígonos. Existen tantas normativas vigentes y superpuestas, parque natural, parque nacional, zonas protegidas, espacios restringidos, etcétera, que su misma aplicación degenera en esperpentos.

Hasta destacados militantes de una formación como el PSOE, tan propensa al intervencionismo, claman contra ellas: desahoguemos a los campesinos, dejémosles en paz, sentencian los socialistas críticos. ¿Cómo van a residir los asturianos en el medio rural si sólo encuentran trabas? ¿Cómo no van a arder los montes si desalojan a sus cuidadores natos?

Algunos de los focos, con casi absoluta certeza, fueron iniciados intencionadamente, bien por imprudencias, bien por personas con oscuros propósitos. Los autores tienen que ser descubiertos y encarcelados. Los fundamentalistas verdes responsabilizan de esta devastación únicamente a los ganaderos, por quemas para aprovechar leña o "rozu". Ése es el gran prejuicio que envenena este asunto y la búsqueda de soluciones. En el campo casi no quedan habitantes ni para hacer hogueras. Antes vivían muchísimas más personas al lado de las montañas -luego potencialmente el número de esos supuestos agresores era mayor- y las laderas nunca quedaron calcinadas de esta manera.

Esperar resultados distintos manteniendo las mismas medidas es de necios. En la búsqueda de remedios hay que contar con los habitantes del campo. Existe una especie de despotismo ilustrado urbano que tiende sistemáticamente a marginarlos, a contemplar su hábitat como un espacio bucólico para el solaz de los moradores de las ciudades y no como un medio de subsistencia. Contratar bomberos tampoco lo arregla. Quien lo propone querrá duplicar la nómina pública para enchufar a sus amigos. Las llamas tienen la pésima costumbre de propagarse incluso fuera de la jornada laboral de los funcionarios. Cuando un frente como el del Occidente ya está activo no hay dotación que lo frene.

El Parlamento asturiano quiere reivindicarse como una Cámara útil. Aquí tiene una magnífica oportunidad para que los diputados empiecen a trabajar en serio, sin maniqueísmos ni demagogias, en favor de quienes les contratan, los ciudadanos. Los asturianos cuentan con razones suficientes para el escepticismo sobre su eficacia porque sólo han visto el hemiciclo convertido estas legislaturas en escenario del teatrillo estéril y el postureo electoralista de los partidos. Cuando en el medio rural existan servicios adecuados y otras fuentes de supervivencia basadas en su riqueza natural, habrá más gente que deseará quedarse, volverá a mimar los prados y los bosques despuntarán limpios y robustos. Puede que haya incendios, pero también alguien para prevenirlos y minimizar sus daños.