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Los pavos

Recuerdos en torno a uno de los animales simbólicos del Campo San Francisco

Escrito con ocasión del anunciado picnic entre pavos durante la próxima Semana Santa en Gijón

La próxima Semana Santa, siempre tradicional, puede resultar muy revolucionaria. Concejales de Oviedo la quieren laica y sin procesiones, empeño difícil por la pasión de los humanos al disfraz (concepto antropológico) y a ponerse máscaras (en la Semana Santa, estas son las geométricas y cónicas: capuchones). Concejales de Gijón quieren esa semana comestible, no de ayuno y abstinencia, para lo cual se anunció un picnic entre pavos y pavas, un paverío con paveros, pavanas, y un pavorrealeo que no faltará sin duda.

Quien esto escribe, con sólo oír la palabra pavo, deja de ser impávido y pasa a ser pávido; se inquieta y sus flemas se hacen mocosas. El jardín con árboles para recreo de los de Oviedo, se llamó campo, el Campo de San Francisco, y el jardín con árboles para recreo de los de Gijón se llamó parque, el parque de Isabel la Católica. Tal diferencia puede ser por la nostalgia que a lo diminutivo suelen tener los fanfarrones: el "in" en Oviedo es fundamental: "Oviedín", aunque sea del alma, y "Escorialín", aunque sea ciudad de Reina: ¡Letitia y alleluia!

El Campo de San Francisco es franciscano y barroco como el de Bomarzo del argentino Mujica Láinez (¡Qué de argentinos hay ahora!). El parque de Isabel la Católica es ateo y romántico como el de Brideshead de Evelyn Waugh, lugar de crímenes y suicidios, incluidos los del Real Sporting tan próximo.

Oviedo, ciudad franciscana con parque y calle, sólo tiene dos franciscano: Uno es el San Francisco, de piedra, en el Campo, y otro es el que pastorea en la Corrada (del Obispo), éste de hueso y carne. En Gijón, por el contrario, los franciscanos-capuchinos tienen hasta iglesia, aunque ahora, capuchinos, capuchinos, tampoco deben de pasar de dos, y ninguno cuelga ya o asoma la barba-chiva.

Vayamos ahora a ese nosequé y de profundis, causado al oír la palabra pavo, debiendo, de entrada, distinguir entre los pavos reales, que remiten a lo sublime, y los otros pavos, que son carne apreciada por gástricos y "gourmets", tan de moda y de pasarela ahora. ¡Ay, ay, qué poco y de tan suspensa calidad tenemos para sacar a pasear por la pasarela, ay, ay!

La escena se sitúa en el Campo de San Francisco una tarde de verano, paseando por la Rosaleda. Ella, Begoña, luego concejala socialista, que subía del Palais, aunque su abuelo, que era músico, vivía en la calle Cimadevilla, y él, Ángel, que allí llegó desde la calle Campomanes y del "Prado Picón". Ella con un aro de madera y un palote para dirigirlo; él con un arco de juguete y con carcaj al hombro para flechas, aparato guerrero que le compraron en Navarro Óptico de la calle Uría, el mismo de la diplomatura en Jena, el del "gratis la graduación de la vista" y el de la tienda de cristales azules (lo de los cristales azules siempre fue de un dandismo superior al del empolvado Oscar Wilde: ¡Cristales azules, ni cóncavos ni convexos, en el Oviedín del alma!).

De repente surgió un pavo real con la cola extendida, seductora, esplendorosa, que, al moverse, las plumas hacían un caleidoscopio por tornasolada, y con las antenas de la cresta muy tiesas. También de repente y como por arte de birlibirloque (acaso para mirar a la pava), el pavo dio la vuelta y nos enseñó lo más feo de su anatomía: el agujero negro, el del trasero. Ante eso, Begoña, inteligente ya entonces, dijo: "Eso le pasa (al pavo real) por hacer alardes y por no tener la cola recogida, tapándolo, que, al presumir tanto, queda con el culo al aire". Y Ángel la preguntó: "¿Disparo al agujero?".

Lo de "disparar al agujero", al otro, al de la genitalidad femenina, suena machista, pues ellas no paran de quejarse de que muchos hombres, a la hora de hacer el amor, se limitan a eso: "disparar al agujero" (mi muy leído Torres de Villarroel, dieciochesco como Jovellanos, escribió del "terremoto de braguetas". No ocultemos que hay bastantes caballeros que, por el contrario, a dicho agujero (al de ellas) le tienen pánico y horror terribilis, con nostalgias de mamá. Y un agujero, el del pavo real, tan visible por falta de rabo. ¡Qué importante es el rabo para los animales, en especial para los asnos rabones! Por eso, el afán de cortar rabos a los perritos de compañía me sienta tan mal: además de amputarles, obligan a los pobres, perritos, a enseñar lo que no quieren y que los rabos taparían.

De aquello visto, lo del pavo, en La Rosaleda de San Francisco, surgió mi decisión de procurar nunca ponerme detrás de quien lleve plumas como los pavos, los pavipollos, los gilipavos, o sea, a contrario implume. Tuve muchos miedos: miedos en las misas tridentinas antes de la reforma litúrgica del Concilio, en los pupitres del colegio cuando el profesor, laico o con votos y botas, escribía en el encerado, etcétera, etcétera.

Un día ocurrió que un pavo se escapó del Campo y apareció en el jardín del Palacete de los Marqueses de Aledo en la calle ovetense de Santa Susana. Allí graznó con su típico "glo-gló", poniendo duro su pecho azul, muy azul, casi verde. Contó una vez Margarita, que era la mandadera, que la señora marquesa, muy amante de las flores, se atragantó con una pastilla de jabón Heno de Pravia y que tal atragantamiento u obstrucción aristocráticos ocurrieron junto al tocador, repleto de frasquitos de perfume, colocado en el primer piso de Palacio con vistas al Seminario del Obispo Lauzurica. La señora Garralda -escribámoslo de verdad- era ella la marquesa y de la aristocracia navarra, no así él, el señor Herrero, que era, por herrero, de la burguesía local. Pues bien, la señora marquesa llamó al jardinero, que vivía en San Lázaro, y el pavo dejo de "decir" lo de "glo, gló.

Todos los años, el Jueves Santo, por fidelidad al paverío, voy a San Esteban, el Convento de los Dominicos (antes los de los calcetines blancos) de Salamanca; después de saludar a los frailes, subo al coro conventual y miro a la impresionante pintura o mural. Los ojos, detenidos en la primera fila de la pintura (empezando por abajo) contemplan al pavo, al pavo, que, según la "zoología santa" es el símbolo de la soberbia. Sí, sí, el símbolo de la soberbia ¡Qué pecado de idiotas es el de los soberbios!

Y de los pavos gijoneses escribiremos más adelante, cerca de la Semana Santa, con su picnic entre los tales. Sólo diré ahora que citaré al satírico y sátiro Perseo, el de las pezuñas y patas de cabra, que, al pavonearse, llamó Pelle decorus. Que Gijón es también ciudad de pavoneo no existe duda, y también de algún ganso, que es pariente y compañero de corral, corrada o corrida.

PS. Al escribir de los Franciscanos y de Oviedo, recuerdo y saludo a mi amigo Francisco (Paco) Oviedo, excelente maquinista de RENFE, que, aunque no sale de La Perruca (túnel de Pajares), es un felino y jabato; y además, del Bierzo, como el botillo y las sabrosas castañas.

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