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Académico correspondiente de las Reales Academias de Medicina y de Jurisprudencia del Principado

¿Una puerta abierta al encarnizamiento terapéutico?

La reforma del consentimiento por representación

Introducción. La Ley 26/2015, de protección a la infancia y a la adolescencia, publicada el 29 de julio, ha modificado profundamente la Ley 41/2002, de autonomía del paciente. Se trata de un cambio legislativo de enorme calado que ha pasado casi inadvertido, tanto para los ciudadanos como para los profesionales del sector sanitario. Nos atrevemos a afirmar que de nuevo se han abierto las puertas al encarnizamiento terapéutico y que hemos retrocedido treinta años en este terreno.

La Ley 41/2002 de autonomía del paciente es una norma claramente defensora de la autonomía personal y declara de manera inequívoca que cualquier intervención médica exige siempre el consentimiento previo del paciente, excepto en dos situaciones: que exista un riesgo para la salud pública o que nos hallemos ante una urgencia vital y además, simultáneamente, se dé la circunstancia de que el paciente no esté en condiciones de poder tomar decisiones.

Fuera de estos supuestos, o la intervención es consentida por el paciente o ha de ser autorizada por sus representantes. Entramos con ello en la regulación del llamado consentimiento por representación. Aquí es donde se ha operado la importante y trascendente modificación a la que estamos haciendo referencia. Los supuestos en los que cabe el consentimiento por representación son los mismos que existían hasta ahora: pacientes incompetentes, discapacitados legalmente y menores inmaduros.

Modificación del consentimiento en el caso de los menores. La redacción antigua de la Ley de autonomía establecía que en el caso de menores emancipados o mayores de dieciséis años, el consentimiento lo otorgaba el menor, pero que si se trataba de una actuación de grave riesgo había que informar a los padres y tener en cuenta su opinión. La nueva norma elimina de raíz la posibilidad de que, en situaciones de grave riesgo, el menor preste el consentimiento y atribuye esta competencia a los padres de manera exclusiva. Es decir, en las situaciones de riesgo, los menores de dieciocho años carecen de capacidad para poder tomar decisiones que afecten a su salud, con independencia de que puedan ser sujetos maduros o no. Esta postura, tendente a considerar que el mejor interés del menor, con independencia de su grado de madurez, es siempre la protección de su vida y su salud es mayoritaria en la doctrina y la jurisprudencia y es la seguida por el Ministerio Fiscal tal como se recoge en la Circular 1/2012 sobre el tratamiento de los conflictos ante transfusiones de sangre y otras intervenciones médicas sobre menores de edad en caso de riesgo grave.

Modificación del consentimiento por representación en cualquier supuesto. La nueva redacción de la Ley de autonomía establece que en los casos en los que el consentimiento haya de otorgarlo el representante legal o las personas vinculadas por razones familiares o de hecho al paciente, en cualquiera de los supuestos citados anteriormente, es decir, pacientes incompetentes, discapacitados y menores, la decisión deberá adoptarse atendiendo siempre al mayor beneficio para la vida o salud del representado. Añade que aquellas decisiones que sean contrarias a dichos intereses deberán ponerse en conocimiento de la autoridad judicial para que adopte la resolución correspondiente, salvo que, por razones de urgencia, no fuera posible recabar la autorización judicial, en cuyo caso los profesionales sanitarios adoptarán las medidas necesarias en salvaguarda de la vida o salud del paciente.

Antes de la reforma, la prestación del consentimiento por representación debía hacerse siempre en favor del paciente. Para establecer qué se entendía por tal, lo habitual era recurrir a la teoría del mayor beneficio. Esta teoría pretende que la decisión adoptada por el representante sea la más beneficiosa para el paciente desde el punto de vista de la lex artis, teniendo en cuenta factores como el alivio del sufrimiento, la conservación de la funcionalidad y la calidad y duración de la vida.

Ahora, tras la reforma, la Ley sigue estableciendo que la prestación del consentimiento por representación se hará siempre en favor del paciente y con respeto a su dignidad personal, pero añade de manera imperativa que la decisión deberá adoptarse atendiendo siempre al mayor beneficio para la vida o la salud y que aquellas decisiones que sean contrarias a dichos intereses deberán ponerse en conocimiento de la autoridad judicial. El legislador, al amparo de una Ley de protección a la infancia y la adolescencia, ha impuesto de manera generalizada una protección a ultranza del bien vida y salud frente a cualquier otra valoración. El problema surgirá cuando la lex artis no aconseje que las decisiones que se deben adoptar sean las más "beneficiosas para la vida y la salud" sino las más beneficiosas para el paciente en su contexto y situación. Es decir, las más adecuadas en favor del enfermo y con respeto a su dignidad, alejándose así del nuevo estándar impuesto que no parece otro que el de la prolongación irracional de la vida. Cabe preguntarse qué ocurrirá cuando lo aconsejable sea realizar una limitación del esfuerzo terapéutico o una sedación. ¿Puede el representante prestar el consentimiento para ello o por el contrario ha de entenderse que es una decisión en contra de los intereses "vida y salud" y consecuentemente debe judicializarse la situación?

No deja de resultar paradójico que nuestro ordenamiento permita al paciente capaz rechazar personalmente un tratamiento médico, aunque ello pueda poner en riesgo su vida, y que puede también hacerlo mediante el otorgamiento de un documento de Instrucciones Previas, mientras que en el consentimiento por representación parece que sólo prima el valor vida biológica.

Esperemos que, a pesar de todo, impere el sentido común y que las actuaciones de los profesionales sigan siendo, como hasta ahora, conformes al vigente Código de Deontología Médica cuando establece que el médico tiene el deber de intentar la curación o mejoría del paciente siempre que sea posible y que cuando ya no lo sea permanece la obligación de aplicar las medidas adecuadas para conseguir su bienestar, aún cuando de ello pudiera derivarse un acortamiento de la vida. El médico no deberá emprender o continuar acciones diagnósticas o terapéuticas sin esperanza de beneficios para el enfermo, inútiles u obstinadas.

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