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Catedrático de Derecho Administrativo

Vaivenes legislativos en tiempos de cambio

La oportunidad de acompasar la elaboración de las leyes estatales con las autonómicas

Después de casi cuarenta años de previsibles cambios de gobierno y de mayorías parlamentarias sólidas (unas veces absolutas y otras fácilmente redondeables con el apoyo, más o menos caro, de los nacionalistas que siempre estaban a mano), hemos entrado, desde hace casi dos años, en una nueva etapa en la que, aunque siguen en vigor las mismas reglas, han comenzado a aplicarse capítulos que hasta ahora casi nadie se molestaba en leer porque no era necesario. Las consultas con el Rey ya no son una formalidad y todo el mundo repara en que la Constitución tenía un hueco que podía haber provocado una enojosa parálisis institucional si nadie aceptaba presentarse como candidato a la investidura.

La falta de mayorías se extiende a los parlamentos autonómicos -de hecho, comenzó en ellos- y se hacen notorias las consecuencias de nuestro sistema de parlamentarismo "racionalizado": es más fácil alcanzar el Gobierno -basta la mayoría simple- que ser desalojado de él. Las abstenciones permiten el acceso al Gobierno, pero después no bastan para forzar su cambio. Y, en definitiva, aunque todo Gobierno se forma por la confianza del Parlamento, después puede verse obligado a gobernar sin él o contra él.

Esta tensión toma como rehén a la que tendría que ser la primera función de cualquier Parlamento, es decir, la legislativa, tratada con muy poco respeto entre nosotros (y no sólo ahora).

En las legislaturas con mayorías absolutas las Cortes o los parlamentos autonómicos aprueban casi cualquier cosa. En inglés "aprobar" una Ley se dice "pasar" una Ley, y ciertamente en esos periodos las cámaras "pasan" todos los textos que les llegan del Gobierno, si es necesario con poca o ninguna discusión (y desde luego sin apenas enmiendas). En particular los años finales de estas legislaturas son espectaculares, sobre todo cuando el Gobierno es concienzudo y no tiene dificultades en preparar proyectos de ley. Los años 2003 y 2015 marcan auténticos récords, como sabemos quienes tenemos que habérnoslas con esos nuevos textos, que con frecuencia son un refrito de leyes precedentes e incorporan escasas e intrascendentes novedades, pero sirven para colgarse una medalla política (o incluso para pasar a la pequeña historia legislativa) y producen, eso sí, costes significativos, aunque sólo sea por la necesidad de adaptarse a ellos.

Un buen ejemplo lo tenemos en estos momentos con las leyes 39/2015 y 40/2015, de Procedimiento Administrativo Común y de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas, que equivalen a cambiar el sistema operativo de la Administración porque suponen sustituir sus reglas de funcionamiento por otras nuevas. Naturalmente la novedad es más aparente que real (de hecho, es casi exclusivamente aparente), pero de entrada se han cambiado de sitio y barajado todos los preceptos, con el correspondiente coste para la seguridad y la certeza jurídicas. La aparatosidad (nuevas leyes, nuevos títulos, nueva distribución y organización de las normas) compensa la falta de ideas. Hay novedades razonables, por supuesto, junto a otras que son probablemente inesperadas incluso para sus autores (lo que se explica por la rapidez en su elaboración y la casi total ausencia de debate). El cambio más importante es la extensión y la obligatoriedad (con excepciones) de la "Administración sin papel", es decir, la comunicación electrónica entre la Administración y los ciudadanos, que hace presagiar que, cuando estas leyes entren en vigor (en general en octubre de 2016, aunque algunos preceptos lo harán en octubre de 2017), se vivirán -innecesariamente- dificultades y problemas como los que ahora se registran en la Administración de Justicia, en la que ya es obligatoria desde enero de 2016 esta comunicación sin papel. Probablemente se ha ido demasiado rápido en un cambio que, cuando se implanta gradualmente, dando facilidades e incluso concediendo pequeñas ventajas a quien use voluntariamente los medios electrónicos, puede tener mucho éxito, como ocurre desde hace años con las declaraciones del IRPF.

Los escasos remordimientos con que las Cortes envían al desván la ley anterior, más o menos conocida por sus destinatarios, en lugar de reformarla poco a poco (y con discusión previa, que cada vez es más fácil gracias a la red), es llamativa si pensamos en que en Alemania, donde la Constitución no obliga a que haya una única Ley de Procedimiento Administrativo para todo el país, de modo que en principio cada Administración aplica la suya propia, se llegó ya en los años 70 al convencimiento de que era mejor unificarlas y se alcanzó el compromiso de que todos los parlamentos aprobaran la misma ley (con la misma numeración de los artículos) para facilitar la seguridad jurídica y para que los estudios y las sentencias sobre cualquiera de estas leyes sirvan para todas las demás, propósito que se ha mantenido hasta hoy, habiéndose reformado las leyes muchas veces de manera coordinada.

Curiosamente esta exuberancia legislativa estatal (en un solo año se han aprobado 48 leyes, 16 leyes orgánicas, 12 decretos-leyes y 8 textos refundidos de otras tantas leyes, incluidos el Estatuto de los Trabajadores o la Ley del Suelo) contrasta con la escasísima producción legislativa del Principado de Asturias. Se han aprobado 11 leyes en 2015, aunque el número es engañoso porque buena parte de ellas tienen un contenido coyuntural o mínimo. Naturalmente las competencias autonómicas no son comparables a las estatales y además el calendario electoral impuso un parón de varios meses, pero con seguridad también tiene que ver la ausencia de mayoría parlamentaria y tal vez la propia falta de iniciativa gubernamental.

Es tentador pensar que cuantas menos leyes se aprueben, mejor, y desde luego en parte es cierto. También lo es, sin embargo, que en el Estado autonómico, que requiere normalmente la aplicación conjunta de legislación estatal o autonómica, la inacción de esta última ocasiona problemas para los ciudadanos y los aplicadores del Derecho porque la legislación autonómica se queda obsoleta al no adaptarse a los cambios de la estatal o, como mínimo, deja de aprovechar los huecos o los márgenes que ésta abre a las comunidades autónomas para que éstas expresen sus propias políticas.

Así, es urgente la aprobación de una ley ambiental, que se intentó en vano durante la pasada legislatura, y que en ésta aún no se ha iniciado. La mayoría de las comunidades autónomas se dotaron hace años de normas equiparables. El legislador estatal derogó en 2007 el antiguo Reglamento de Actividades Molestas, Insalubres, Nocivas y Peligrosas de 1961, que en Asturias se sigue aplicando ante la falta de aprobación de una normativa que lo sustituya, con el agravante de que en 2006 sí fueron derogados algunos de sus preceptos más significativos, dando lugar a una situación de incertidumbre de la que algunos intentan aprovecharse y a la que tiene que poner fin la aprobación de una nueva ley ambiental general que deje claro qué medidas deben adoptarse para evitar según qué proyectos potencialmente peligrosos para el medio ambiente, y quién debe hacerlo.

Las frecuentes quejas sobre la escasa participación de las empresas asturianas (incluidas las pymes) en las adjudicaciones públicas autonómicas y locales ponen de manifiesto la escasa (por no decir nula) utilización de las competencias autonómicas en esta materia, tanto a nivel legislativo como reglamentario o de aprobación de pliegos generales. Es razonable (desde la perspectiva del gasto o de la imparcialidad) la decisión de que los recursos administrativos contra adjudicaciones autonómicas o locales sean resueltos por el llamado "Tribunal Administrativo Central" del Ministerio de Hacienda, porque así se consigue un máximo de independencia respecto a la Administración que adjudica el contrato, y desde luego no se puede pretender que se otorgue preferencia a unos empresarios sobre otros sólo por ser "locales", pero sin duda existen, si se quieren aprovechar, múltiples opciones normativas que en otros territorios se han utilizado y que permiten perseguir objetivos propios (de calidad de la ejecución, para evitar que los contratos se incumplan, de ayuda a determinados tipos de empresas, de medio ambiente, etc.) en materia de contratación pública.

Por no hablar de lo que sucede en el ámbito urbanístico, en el que se sigue aplicando una ley surgida en el contexto de la legislación estatal de 1998 (la de la burbuja inmobiliaria) y que no se ha adaptado a los cambios posteriores introducidos en ella (ni el de 2007, del Gobierno Zapatero, ni el de 2013, del Gobierno Rajoy), lo que plantea continuas dudas y contradicciones. Parece que ahora se emprende una modificación concreta ligada al asunto Sogepsa, aunque sin duda demasiado tarde (por lo menos de momento) para quienes han sido expropiados en ejecución de operaciones ahora desautorizadas por la Comisión Europea.

Es cierto que la falta de mayorías dificulta la aprobación de cualquier ley, pero el mejor modo de poner a prueba las ideas propias y ajenas es obligar a los demás a pronunciarse sobre los problemas reales y concretos. Si se dejan a un lado los eslóganes, hay menos alternativas de lo que parece y el acuerdo no suele estar tan lejos.

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