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Las tres hermanas y otras mujeres de Cervantes

Andamos decididamente cervantinas y cervantescos desde comienzos de este año con motivo de que, el próximo abril de este 2016, se cumplen los cuatro siglos de la muerte del hijo del cirujano sangrapotras Rodrigo Cervantes y de Leonor de Cortinas, ese caudaloso escritor que nunca sufrirá la sequía de ojos o manos que lean sus obras. Hay números mágicos y festivos como, por ejemplo, el veinticinco que supone, para las parejas estables que llevan casadas esos años, celebrar las bodas de plata y, si el matrimonio dura cuarenta, celebrarán las de rubí y las de oro y de diamantes serán festejadas por las que lleguen unidas cincuenta y setenta respectivamente. Cuatrocientos años son los que transcurrieron desde aquella primavera en la que la pálida guadañadora fue a llamar a la puerta de Miguel de Cervantes Saavedra, apellido este que, según conjeturas más o menos fundadas, era el de un abuelo materno gallego y que él sustituyó por el de su madre, con la finalidad de no parecer emparentado con un indeseable apellidado Cervantes de Cortinas, y todavía sus huesos siguen bailando la macabra danza de la muerte.

A Cervantes hay que honrarlo, pero no soltando vulgaridades manidas acerca de su persona y su obra, sino leyéndolo, descubriendo en cada relectura algo impactante y nuevo y también no obligando jamás a ningún adolescente a que se meta forzado en el prodigioso mundo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, porque odiará a quien le imponga tal tarea y al Caballero de la Triste figura y a su rocín y a Sancho Panza y a Aldonza Corchuelo Nogales, Dulcinea, y a su autor pues, para que alguien se enamore durante su juventud más joven de esa novela de novelas e historia de historias, lo más eficaz y fructífero es que a las criaturas de cuatro, cinco, seis, siete años, que no son aún lectoras autónomas para consumir por libre literatura, al igual que se les narra el cuento de Caperucita o se les lee el de Pulgarcito o se les canturrean los romances viejos de la Condesita o el de la Mañana de San Juan, les hablen de la estrambótica manera de armarse caballero el protagonista, de la princesa Micomicona o del caballo volador de madera Clavileño con su único clavo, clavijo o llavecilla mágica que lo ponía en marcha, y del suyo de verdad, Rocinante; y del escudero Sancho y su burro sin nombre, un olvido de Cervantes, que me sentó fatal cuando mi padre, que me relataba cada noche un episodio de esa novela, me dijo que no se llamaba de ninguna manera. Durante aquellas horas nocturnas, en las que me enteré de que el Don Quijote y Sancho de la escribanía de su despacho no eran el gordo y el flaco de las películas con trajes raros, una pareja que tanto nos hacía reír a quienes íbamos al cine Ideal los domingos de lluvia, donde a mitad de la película se suspendía la proyección para que madres, abuelas o niñeras nos dieran la merienda o nos llevaran al lavabo, me chifló la onomástica, tanto la antroponimia como la toponimia, de la historia.

Lorenzo Corchuelo, Aldonza Nogales, Aldonza Lorenzo, hija de ambos y amada del caballero, Cide Hamete Benengeli, personaje ficto que Cervantes utiliza haciéndolo coautor de la obra para jugar con los lectores; Caraculiambro el gigante, Muñatón el sabio que el ama de la casa de don Quijote no recuerda si le dijo que se llamaba Frestón o Fritón; Maritornes, Mari Gutiérrez, Mari Sancha, Teresa Cascajo, Teresa Panza, Diego Pérez, alias Machuca por haber machacado a muchos moros en un solo día; Micocolembo de Quirocia, Brandabarbarán de Boliche, Timonel de Carcajona, Miulina, hija del duque Alfeñiquén del Algarbe, Espartafilardo del Bosque, Alifanfarón de la Trapobana, el caballero del Verde Gabán, el caballero de los Espejos o de la Blanca Luna? Y ese amor mío, como todos los amores que nacen en un corazón infantil, sigue vivo por todos esos personajes y por don Quijote y por los que viven en las páginas de las "Novelas Ejemplares", como Tomás Rodaja de "El Licenciado Vidriera", Carriazo, Avendaño y Constanza, la ilustre fregona, ilustre porque daba mucho brillo o lustre a lo que limpiaba; Preciosa, la gitanilla, robada de niña y cuyo verdadero nombre era Constanza, un antropónimo muy querido por Cervantes, el de su sobrina, hija de su hermana Andrea y de Nicolás de Ovando, que no reconoció su paternidad y su madre la apellidó Figueroa, uno de los apellidos gallegos familiares.

El Opus magnum de Miguel de Cervantes es vasto, inmenso, aunque su vida fue azarosa y difícil, propia del trabajador amarrado al duro banco del escritor, en medio de la escasez, incluso pobreza fría y cruel, que padeció desde niño, un niño observador que leía hasta los papeles tirados en el suelo y fabulaba, sin duda, sobre lo que oía y veía en el mundo de los adultos, no siempre veraces ni bondadosos ni justos, leyéndoles en los ojos y en los rostros sus ruindades; un mundo en el que había mucha malicia y fealdad, y argumento para una novela interminable. Él fue el cuarto de los hijos del matrimonio Cervantes y de Cortinas. Antes habían nacido Andrés, muerto sin llegar a la pubertad, Andrea y Luisa; después vinieron al mundo Rodrigo y Magdalena. Muy pronto aprendió que la falta de recursos se soporta peor y resulta más dolorosa cuando el padre y la madre hablan de hidalguía, de sangre sin mancha, aunque haya quien quiera endilgarles antepasados conversos; y presumen de la riqueza de los ancestros y de un pretérito dorado e irrecuperable. Y de niño se entera de que una hermana de su padre, María Cervantes, había estado amancebada de forma pública y notoria con un arcediano y por ello su madre Leonor de Cortinas se había opuesto al padre que quería darle el nombre de esa tía a la primera niña que ella bautizó como Andrea, lo que no evitó que, al crecer, ella y su hermana menor, Magdalena, mantuvieran relaciones carnales crematísticamente muy beneficiosas con amantes que las cubrieron de brillantes de la cabeza a los pies y les llenaron las faltriqueras de escudos de oro, por lo que pudieron pagar el rescate del cautiverio de sus hermanos, presos de los piratas, cuando regresaban a casa en la goleta Sol, tras haber peleado como soldados en Lepanto; y también atender a su madre y a su padre en su ancianidad. Luisa, la segunda de las hermanas, se hizo carmelita, alejándose de embarazos de criaturas muertas que había que enterrar nada más ser expulsadas con dolor, y libre de esposos tiránicos que tenían hijas e hijos espurios sin que sus mujeres lo supieran, como había hecho Miguel con Isabel de Saavedra, fruto de sus amoríos con Ana de Rojas, que le ocultó a su esposa Catalina de Salazar, y que fue amparada por su tía Magdalena, firmándole un contrato como sirviente a cambio de unos ducados y de mantenerla e instruirla.

Cervantes creó muchas y fascinadoras agonistas de sus historias porque había aprendido en su casa a respetar a las mujeres, donde las hijas recibieron la misma instrucción que los hijos y fueron tan libres como ellos para elegir sus caminos de busconas, costureras o monjas. Y sus hermanas lo defendieron cuando el juez, para tapar al culpable, lo acusó de la muerte de Gaspar de Ezpeleta, cuyos gritos, tras ser acuchillado de noche en la calle, lo despertaron y sacaron de la cama y corrió con ellas a socorrerlo. Pero da la impresión agobiante de que no salió nunca del cautiverio argelino y que no dejó de sentir hasta su muerte "de ajeno yugo la gran carga" y eso hizo que escribiera y escribiera, para escapar de esa opresión a lomos de Clavileño o de Rocinante.

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