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María José Iglesias

El referéndum británico

La decisión de las urnas condicionará el futuro de Gran Bretaña y el del resto de los socios europeos, pero también el de Estados Unidos

"EU: in or out", ésa es la cuestión, que diría Shakespeare. El próximo 23 de junio los británicos votarán su continuidad en la Unión Europea, club al que el Reino Unido pertenece desde 1973. La decisión de las urnas condicionará el futuro de Gran Bretaña, el del resto de los socios europeos y -atención al dato- el de los Estados Unidos, primer país al que los ingleses venden sus exportaciones, por delante de Alemania y los Países Bajos.

El régimen de Bruselas es mal negocio para los súbditos de Su Graciosa Majestad. El Reino Unido, que mantiene la libra como moneda, es contribuidor neto de la UE, uno de los países que dan más de lo que reciben, con un saldo negativo para Londres que supera los cinco billones de euros anuales. El gobierno de Cameron aporta 12 billones de euros e ingresa poco más de seis. No hace falta ser muy listo para darse cuenta de la debacle presupuestaria que sufrirían las cuentas de la Comisión, en el caso de un hipotético "bye bye" de la segunda economía de la Unión.

España, en el bando de los que reciben más de lo que pagan a las arcas comunitarias, se vería afectada por esos desajustes. En especial los recortes llegarían a los fondos estructurales, la política agrícola y el Fondo Social, los tres grandes ámbitos a los que mana el dinero europeo en el país.

La desbandada británica abriría un nuevo marco de relaciones con Gibraltar, no tan optimista como el que prevé el ministro de Exteriores en funciones, José Manuel García Margallo. Tal vez, con esa amenaza velada de una posible soberanía compartida sobre el Peñón, el jefe de la diplomacia española lanza un mensaje subliminal a los llanitos y advierte que la salida dejaría a la colonia fuera de los tratados europeos, con la posibilidad de abrir un periodo de administración a dúo, entre Londres y Madrid. El Ministro omite, de manera inteligente y seguramente intencionada, que antes de que España entrase en la UE Gibraltar era tan independiente en sus designios como ahora. Parece poco probable que los británicos, en plena cruzada por la reconquista de su independencia y el control de fronteras, estén dispuestos a ceder esa joya que, cual milagro de los panes y los peces, gana cada vez más metros al mar y más empresas registradas en sus bufetes.

Y es que si uno de los motivos que animan al Brexit es económico, el otro es meramente político y patriótico. El euroescepticismo ha crecido a medida que Francia -la que realmente manda y ordena en la UE- ha ido imponiendo sus tesis ligadas a la socialdemocracia y a esa burocracia infinita que domina los despachos de Bruselas. "Too much" para el egocéntrico liberalismo británico. A Gran Bretaña no le va el papel de segundona. Menos aún cuando todo apunta a que el gran socio americano podría estar presidido dentro de unos meses por Donald J. Trump, uno de los mayores eurocríticos que habitan al otro lado del Atlántico. Aunque el asunto apenas se menciona en la campaña americana, Trump, al contrario que su oponente demócrata, Hillary Clinton, defiende una Inglaterra libre de ataduras. Casualidad o no, el candidato republicano, de origen escocés, con un gran lío montado a costa de un polémico campo de golf en el país de sus antepasados, viajará el 24 de junio a Escocia, día después de la votación, en teoría para resolver asuntos relacionados con su empresa. La fecha no es banal. Tampoco que al Reino Unido le toque asumir, por sexta vez en la historia, la presidencia rotatoria de la UE en 2017. Al Reino de Isabel II le corresponde en la Comisión Juncker la cartera de Estabilidad Financiera, desempeñada por el comisario Jonathan Hill, par del reino, barón Hill de Oareford, del Partido Conservador y educado en el Trinity College. Ya puestos a especular, cabe preguntarse qué pasaría con el inglés como idioma oficial de la UE, que sólo se hablaría como primer idioma en Irlanda, Estado que, por cierto, quedaría en una compleja situación. Una vez más, la ganadora sería Francia. Y eso es lo que realmente le preocupa a David Cameron. Por eso lucha por un sí, por eso y por permanecer en el 10 de Downing Street.

A Juncker y a sus hombres les inquieta aún más lo que ocurriría en el resto de los estados miembros, 19 de ellos en la zona euro. La posible deserción británica abriría una peligrosa espita, también en España, donde Unidos Podemos, una de las fuerzas que concurren a las elecciones del 26 de junio, es claramente antieuropeísta, aunque no para cobrar salarios y dietas del Parlamento Europeo. La Europa de las dos velocidades tomaría más fuerza. Eso consolidaría las desigualdades. Y la situación sería aún más grave con un escenario internacional complejo avivado por las amenazas turcas e islamistas y la humeante crisis de refugiados que llaman a las puertas de Europa. El referéndum es británico, el problema sigue siendo común.

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