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La mina de los big data

¿Es Messi el mejor futbolista del mundo o quizás ese título haya que atribuírselo a Cristiano Ronaldo? La cuestión, difícil y hasta metafísica, sigue dividiendo a los partidarios de uno y otro jugador; pero ya es posible aventurar científicamente una respuesta mediante el análisis de los big data. Los comentaristas de los partidos lo intentan, si bien con escaso éxito hasta ahora.

Existen, en efecto, completísimas bases de datos sobre las principales figuras del balompié que detallan su grado de exactitud en el pase, la eficacia en ataque, la potencia de disparo, la capacidad de regate y hasta el manejo que hacen de su pierna mala. (En el caso de Ronaldo, por ejemplo, la habilidad de su pierna izquierda, que es la tonta, se reduce a un magro 8 por ciento. En Messi, a un 6, dicho sea como nota de color).

Bastaría, en apariencia, con cotejar los datos del astro del Real Madrid con los del ídolo argentino del Barça para zanjar el debate sobre cuál de los dos es el futbolista con mejor desempeño sobre el campo; pero la cosa no es tan sencilla. Ni siquiera los big data sirven -de momento- para apreciar criterios estéticos tales que la belleza de un pase, el arte de una bicicleta bien ejecutada, una cola de vaca o una chilena. Ahí entran apreciaciones subjetivas que todavía las máquinas no pueden discernir, aunque todo es cuestión de aplicarle al software la necesaria capacidad de análisis.

Si el fútbol nos lo adoban en la tele con una avalancha de pormenores y estadísticas de imposible interpretación, fácil será deducir lo compleja que resulta la gestión de los datos en el más serio ámbito de las empresas y organizaciones gubernamentales.

Nunca a lo largo de su millonaria historia el hombre (y la mujer) dispusieron de volúmenes tan ingentes de datos como los que cualquiera tiene ahora a mano en su ordenador o en su telefonillo móvil. Dado que la información da poder a quien la tiene, bien se comprenderá que las grandes corporaciones no paren de ensanchar sus plantillas con analistas, científicos y arquitectos capaces de interpretar los big data a su disposición.

La razón, muy sencilla, consiste en que los datos no son en sí mismos información, sino que precisan del oportuno tratamiento para extraérsela. La tarea parece descomunal si se tiene en cuenta que los data son ya tan big como para que no alcancen a almacenarlos los gigabytes o incluso los terabytes y haya que recurrir a medidas de nombre exótico como el petabyte o el exabyte. Contenedores con muchísimos ceros de capacidad, para entendernos; si es que es posible comprender tales desmesuras.

El tratamiento de ese monstruoso acopio de información -ya sea estructurada, ya en flujo- exige, obviamente, programas informáticos que a su vez requieren de cientos o miles de servidores. Y, en último término, del factor humano, es decir: de especialistas que analicen y, a modo de émulos tecnológicos de la bruja Lola, descifren las tendencias de futuro que proporcionan esos big data. Lo que van a comprar los consumidores en la próxima temporada, por ejemplo, o la evolución y prevención de determinadas enfermedades, entre otros asuntos de menor calado.

Más que en misteriosas conspiraciones en la sombra, es en la información que se extrae de la mina de los datos donde se dilucida ahora mismo el verdadero poder en el mundo. La disputa entre Ronaldo y Messi tendrá que esperar, aunque tal vez no mucho.

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