La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Picadillo

La vieja Britannia ya no quiere pertenecer a la UE y se ha marchado dando un portacito y saliendo de ella conjugando el verbo latino "exeo" que aprendió de los romanos que la educaron y le quitaron la mugre germánica, como hicieron con los habitantes de Germania. Pero la antigua Romania es indestructible, porque el latín continúa más que menos vivaz en la lengua de sus habitantes, aunque sean inconscientes de ello; pues pervive en la de gentes rumanas de la Dacia romana de Domiciano, Adriano y Trajano y de la de sus vecinos de Moldavia; en la de gentes alemanas de la Germania de Germánico y de su hijo Calígula o Sandalita, en la de gentes inglesas, cuya capital Londinium, fundada y fortificada por Roma, fue altamente alabada por el historiador Tácito; y suena y resuena como un eco en la lengua de gentes normandas, bretonas, francesas del Oc o del Oil; en la de gentes hispanas de Iberia, portuguesas y españolas de Castilla, de Cataluña, de Galicia, de Asturias, de León, de Aragón; de hablantes de Italia que piensan y se expresan en lombardo, en véneto, en emiliano-romañol, en piemontés, en ligur, en ceneze, en sardo, en friulano, en napolitano; y en la de belgas francoparlantes, y en la de los francoprovenzales de Suiza, donde también hay parlantes del romanche; y es el latín asimismo el idioma de todos los hispanoamericanos y de muchos filipinos. Y quiero hacer un memento del dálmata y del mozárabe o romanceandalusí, que se consideran lenguas muertas, pero seguro que perviven, la primera en el léxico familiar y doméstico de los descendientes de Tuone Udaina o Antonio Udina, el último usuario de la lengua de Dalmacia, y seguro que la segunda perdura en andaluces y norafricanos cuyos ancestros se comunicaban en el lenguaje romance de las jarchas.

La vieja Britannia no quiere seguir formando parte de la Unión Europea, acaso por el mismo porqué y la misma razón que a muchísimas españolas y a otros muchos españoles no les hace ningún tilín de gracia y gusto tener que aguantar a la hamburguesa Führerin o cancillera Ángela Merkel, organizando sus días, horas y vidas, exigiéndoles llevar una existencia sofocante y obligándolos a sacrificarse por el bien de la economía en crisis, a lo que las que no están del todo alienadas y quienes no se hallan por completo enajenados le responden que, si la economía está mal, que reviente, y que la única salida que tiene la gente para ser libre y no sobrevivir de sobresalto en sobresalto en la opresión consiste en destruir de una vez este maldito sistema que nos roba salud y alegría y nos convierte en basura si le resulta provechoso y necesario.

Es algo amargamente grotesco que Alemania, la urdidora de dos grandes guerras mundiales, con millones de muertos, sea la mandamás de los más fuertes países europeos y que pueda ufanarse de poder cumplir el más ardiente y querido deseo del genocida que exterminó a generaciones del pueblo judío y que fue su Fühhrer: Unificar toda Europa bajo su mando, bajo el gobierno, tutela y cetro de la fuerte Deutschland, de esa Alemania, "Alemania, sobre todo, sobre todo el mundo", como afirma la letra de su himno, esa Alemania victoriosa, triunfante, la Alemania del nazionalsocialismo, encaramada en la cima de las naciones que deben darle culto de latría.

Pero la historia es una regoldadora que siempre, pronto o tarde, repite lo feo, lo sórdido, lo hediondo. Por eso es urgente no consentir, para evitar su resurrección, que ocurran esos hechos macabros que están sucediendo cada día como son que haya naciones pobres estrujadas por otras que quieren ser ricas a su costa o que el hambre del prójimo sea algo cotidiano y no una monstruosidad anormal que tenga por fuerza que comer los desechos orgánicos de los contenedores de basura y alimentarse de pan seco, y de peladuras y corazones de manzanas, y que no escandalice que haya personas que duerman en la calle, porque carecen del abrigo de un techo y de una cama, o que existan torturadores menores de edad que, con el silencio cómplice de algunos o las risitas de colaboración de otros, le hagan a un compañero de clase la existencia tan insoportable e invivible que lo lleven a tal desesperación como es tirarse por un acantilado o colgarse de la rama de una higuera. Es terrible también escuchar de pronto a una joven madre decirle ácidamente, y en tono mayor y acusatorio en la calle a su hijo de tan pocos años, que no le llegaba a la cintura, palabras bestiales como: Ya te dije mil veces y te lo voy a repetir de nuevo para que lo sepas por fin y no me sigas dando la vara, así que óyeme: papá está muerto, se murió y no, no va a volver y no me hables nunca, nunca más de él.

En los ojos y en la lágrimas de aquel niño de tres o cuatro años vi, estremecida, el dolor tremebundo y la honda amargura de un viejo recordando su infancia.

Le dije a la mujer que era demasiado pequeño para comprender qué era la muerte y, muy airada, me recomendó que no me metiera en su vida; le repliqué que era ella quien se había colado en la mía, metiéndome en los oídos algo tan cruel como lo que le había dicho a su hijo. Resopló y se llevó a la carrera, tirando de una de sus manos, a aquella criatura maltratada por ella, su madre. Pensé que lo sucedido era, a mi modo de ver, denunciable y punible, pero no tenía testigos, porque ninguno de los viandantes que oyeron a la mujer dieron importancia a sus crueles palabras que ya se había llevado el nordeste.

Compartir el artículo

stats